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La involución docente

No deja de ser motivo de sorpresa para personas ajenas al mundo universitario el hecho de que actualmente se pueda llegar incluso a ser catedrático sin haber demostrado nunca que se conoce ampliamente la materia que da nombre a una cátedra. O lo que es lo mismo, que en la universidad los profesores nunca han tenido que demostrar sus conocimientos mediante un examen teórico, y mucho menos práctico. Este hecho es ya norma de carácter general, y por lo tanto no se puede decir que se deba a manipulaciones del propio sistema o a actos de dudosa legalidad que permiten a los profesores llegar a ocupar sus plazas arteramente. Y por eso se puede decir que lo que fuera de la universidad sería una anomalía en la universidad es, en este caso, la norma.

Este hecho, que es de sobra conocido por todos los profesores universitarios, ha sido estudiado por un prestigioso jurista, Alfonso Serrano Gómez (Corrupción en la universidad. La ley y sus efectos negativos en la selección del profesorado, Editorial Dykinson, Madrid, 2015), quien señala que los funcionarios docentes universitarios son los únicos que no han sido sometidos a un examen de sus materias, como lo son los jueces, fiscales, inspectores de hacienda, profesores de todos los demás niveles de la enseñanza, médicos y los demás funcionarios públicos.

No se trata de algo anecdótico sino de todo un sistema de gestión y de una determinada mentalidad, compartida por la mayoría. Por unos, porque son los que la crean y administran el sistema, y por otros porque se benefician de ella, o porque tienen que asumirla simplemente para sobrevivir. Uno puede tener que tragar sapos y culebras muchas veces, lo que un dicho gallego muy expresivo plasma en la expresión: “mexan por tí e tes que decir que chove”. Y la verdad es que en muchas épocas y en muchas sociedades no hay duda de que esto ha sido así. El problema no es que lo sea, sino que quien sufre la arbitrariedad asuma y tome como ideas propias las del sistema que le oprime, lo que se está convirtiendo en la tendencia más general.

Miles de profesores concuerdan al afirmar que la docencia universitaria, sobre todo en el campo de las humanidades y las ciencias sociales, se está degradando. Y esto no solo ocurre en España, sino también en los EE. UU., tal y como ha señalado Frank Donoghue (The Last Professors. The Corporate University and the Fate of the Humanities, Fordham University Press, New York, 2008). ¿En qué consiste esta degradación? Pues básicamente en dos cosas: primero en hacer desaparecer, o al menos intentarlo, la figura del profesor estable que tenga un amplio conocimiento de su materia, un criterio propio y que pueda ejercer esa libertad de cátedra que nuestra Constitución de 1978 consagró, tras los siglos de control ideológico y político de la enseñanza universitaria que sufrió España. Y en segundo lugar en degradar los niveles de exigencia en la formación del alumnado, lo que es muy fácil en aquellas carreras que apenas garantizan una salida profesional digna y acorde con los propios estudios.

¿Qué era un profesor, o un professor anglosajón o alemán? Pues una persona al que se reconocía prestigio académico, debido a su amplio dominio de todo un campo de conocimiento, y al que se le permitía ejercer su profesión con libertad académica, una libertad que no es la misma que la libertad política, ni la libertad de competencia en el mercado. Esos profesores tenían plena capacidad docente e investigadora, tal y como reconoce nuestra ley orgánica de universidades, que es cotidianamente conculcada por la interminable serie de normativas y reglamentos que pervierten el sistema.

Fruto de esa misma capacidad podría ser el hecho de que, en su madurez, un profesor fuese el autor de un manual, Handbook, o Handbuch -y lo escribo en tres idiomas no por capricho-, que no era un libro de texto escolar elaborado con las mismas técnicas que un libro de secundaria o bachillerato, sino un libro de consulta y referencia que gozaba de una autoridad casi unánimemente reconocida, porque en él estaban sistemáticamente desarrolladas las cuestiones esenciales de la materia y se recogían fuentes y bibliografía.

Pondré como ejemplos libros que estuvieron vivos por muchos años como el de Álvaro D´Ors: Derecho privado romano (Eunsa, Pamplona), el de Alfonso García-Gallo: Manual de Historia del Derecho Español, I y II, 6º edic, 1975, con 998 páginas el vol. 1 y 1.298 el vol. 2; o el libro de Luis García de Valdeavellano: Curso de Historia de las Instituciones Españolas, Revista de Occidente, Madrid, 3ª ed., 1973. Y en el campo de la economía el Curso de economía moderna de P. Samuelson, que formó a cientos de miles de economistas en los EE. UU. y muchísimos países, y en el campo de las ciencias podríamos poner ejemplos con libros que formaron a generaciones de matemáticos como Calculus, 2 vols. de Tom M. Apostol (edit. Reverté) , en biología el de A.L Lehninger: Bioquímica (edit. Omega), el de Ramón Margalef: Ecología (edit. Omega), y tantos manuales que formaron a generaciones de químicos, físicos, y ya no digamos médicos.

Se dice que los libros de texto ya no se utilizan en las universidades, lo que es rotundamente falso. Los admiradores de las grandes universidades anglosajonas podían ojear los catálogos de sus correspondientes editoriales y ver que cada año se siguen vendiendo y publicando esos libros actualizados. No se trata de que estén impresos en papel o contenidos en un soporte digital. De lo que se trata es de que son tratados, es decir, sistemas de conocimientos que se pueden estudiar y servir como medio de consulta y orientación. Y que además dan libertad al lector de utilizarlos de distintas formas, y le permiten hacer problemas y ejercicios, buscar referencias y así pasar de un texto a otro siguiendo su criterio propio. Un manual universitario es la base para poder ejercer la libertad académica, mientras que un buscador electrónico, controlado por un algoritmo, es solo una máquina que lleva a todo el mundo, cual rebaño, al mismo resultado.

La base de la sabiduría es saber que se sabe muy poco y se ignora mucho, o casi todo, y por eso la sabiduría no es más que la búsqueda sin término del conocimiento. A eso llamó el cardenal Nicolás de Cusa en el siglo XV La docta ignorancia. La base de la ignorancia es despreciar todo lo que se ignora y creer que se sabe ya todo, porque no se quiere aprender nada, y porque se piensa que es mejor que se sepa poco, así es más fácil llegar a ser un supuesto sabio y exigir el reconocimiento como tal.

Los que dicen que los libros y manuales universitarios son cosa del pasado lo dicen porque serían incapaces de escribirlos, y no saben porque no quieren tomarse el trabajo de estudiar, aprender y enseñar. Como ignorantes que son, desprecian lo que ignoran y niegan que nadie pueda saber más que ellos, y si lo supiese daría lo mismo, porque ellos no tienen la sabiduría, pero sí que tienen el control de la instituciones.

Nuestras universidades se han obsesionado por desarrollar sistemas de control y calidad. Puede que sean excesivos, pero eso no es lo malo, lo malo es que no se cumplen más que formalmente. Si los viejos juristas decían que “lo que no está en el acta no está en el mundo”, los nuevos controladores formalistas traicionan su mandato y su deber cuando llegan a creer que “lo que no se puede ver en mi pantalla no existe”.

Se está desarrollando un proceso del que no se puede culpar ni a Bolonia, ni a la Patagonia, ni a la Santísima Trinidad, sino a parte de los profesores universitarios. Son esos profesores a los que no solo les gusta lo que llueve, sino que aspiran a ser los regantes. Ellos son los culpables, y no las leyes, ni el “sistema”, ni el “ capitalismo global”, ni ninguna otra cosa, del proceso de desprestigio de la enseñanza.

Casi no saben nada, pero lo malo es que están satisfechos con lo que saben. Como no saben, no tienen casi nada que enseñar, y por eso cada vez menos quieren impartir clases. Para esos profesores no dar clase es un mérito, y cuanto más méritos creen que tienen más recompensas reciben por no enseñar. Están muy satisfechos con acumular méritos para no dar clase, porque para ellos la universidad solo es pompa y circunstancia, y porque saben perfectamente que en sus clases no hay ni la más mínima brizna de maestría ni de originalidad. En vez de trabajar años para escribir libros buenos, copian los malos, transmutándolos alquímicamente en formato digital -a ser posible PowerPoint- entrando así en la noche académica en las que todos los gatos son pardos, y en la que “todo es igual, nada es mejor, lo mismo un burro que un gran profesor”, como decía Santos Discépolo en su tango Cambalache.

Agonizan las humanidades, que se basan en la lectura de textos complejos, en el pensamiento y en la creatividad y la libertad, en el mundo en el que sobreviven sin problemas las ciencias y las técnicas. Y sobreviven porque las reglas de la lucha por la vida y la competencia del mercado hacen que sobrevivan los más aptos. Mientras tanto los “humanistas” de pompa y circunstancia están consiguiendo que sus alumnos no tengan ni un solo libro académico al acabar su grado, que rechacen la lectura, el cine, la música más allá del reguetón, y que piensen, porque eso es lo que les inculcan, que todo lo que se puede saber ya se sabe, que a cualquier cosa se le puede dar un formato digital, y que si a los “profes” solo le interesan sus méritos, a ellos solo les interesan sus notas.

Pero los más inteligentes, que por supuesto sigue habiendo, dicen al acabar su grado: “no sabemos pensar”, “nos han anulado la capacidad de tomar iniciativas” y ahora vamos a un mundo implacable, que no se puede cambiar, al que tendremos que someternos, y que puede ser tan horrible que a veces es mejor no querer ni conocerlo. ¿Se puede seguir cantando sin más el Gaudeamus igitur, cuando dice: Vivat Academia, vivant profesores?

25 sep 2022 / 01:00
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