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La modernidad electoral

La modernidad electoral, mal que le pese a una parte nada desdeñable de la población (muy superior, de hecho, a la que se abstiene) llegó para quedarse. La modernidad electoral se resume en que antes los altavoces rodantes que viajaban en vehículos de gama baja te provocaban un leve sufrimiento de oídos varias veces al día durante dos semanas seguidas, con sintonías repetitivas que poco a poco se te iban anidando en los sesos, y ahora lo que existe es un murmullo constante de decibelios enmascarados que a todas horas te amenaza los sentidos desde todas las plataformas mediáticas posibles,

como una brigada demoledora, ya sean periódicos (tierra), internet (mar), radios o televisiones (aire).

La modernidad electoral es que todos los días parezca que estamos en campaña y te interese o no la política no hay forma humana de escapar de sus tentáculos propagandísticos, incluidos los bien intencionados. En las primeras décadas de la democracia restituida, la gente escuchaba los altavoces rodantes y se acercaba a ver esos coches de gama baja que los transportaban con la sorpresa de quien se aproxima a una ballena moribunda que, varada en la playa, todavía emite señales ininteligibles. A finales de los 70 y principios de los 80 aún había cierto temor a la palabra hecha ideología en libertad y un turismo dando vueltas por las calles emitiendo enunciados a los que antes sólo se accedía a través de las ondas internacionales de emisoras como Radio París o Radio Moscú constituía un exotismo del que este país andaba muy necesitado.

Pero hoy aquellos automóviles con megáfonos que periódicamente rodeaban tu ciudad en cada cita con las urnas fueron sustituidos por objetos volantes no identificados que no se advierten pero giran perpetuamente alrededor de los cerebros de toda persona interesada o ajena al mundo de los asuntos públicos. Abres una ventana o una puerta, respiras en el mar, te adentras en unas catacumbas o sales aliviado del váter y te encuentras con un eslogan, una crítica vehemente (la capacidad reflexiva se evaporó con la velocidad del progreso tecnológico) o el rostro de quien te promete un mañana mejor, amargándote previamente el presente con la amenaza de las diez plagas de Egipto que, actualizadas al plano económico, se ciernen sobre nuestro mundo, siempre que nuestro mundo esté gobernado por otros.

La modernidad electoral no deja de ser también un juego con algunos aspectos ridículamente plagiados de los pasatiempos infantiles, en el que nadie reconoce méritos al contrario (fútbol de patio de colegio), en el que está prohibido mostrar misericordia con el rival al que se quiere engullir (la competitividad del parchís) y en el que todos apuntan despiadadamente a la cabeza del adversario (el tirachinas).

La modernidad electoral cambió los antiguos modelos automovilísticos del desarrollismo franquista tardío, venerados hoy como objetos de culto del jurásico democrático, por las 24 Horas de Le Mans, amor y odio políticos a velocidades infernales, sin final ni apenas paradas en boxes para repostar o cambiar de candidatos. Las 24 Horas de Le Mans con sus correspondientes variantes competitivas, que en Galicia ahora mismo son los 24 meses de Monte Pío, con el presidente de la Xunta en cabeza y Pontón y Formoso a Rueda; y en España, las 24 peligrosas curvas de Moncloa, con Sánchez y Feijóo derrapando a la par y deseando ambos que a su rival le explote el motor en plena entrepierna.

La modernidad electoral significó el Gordo de la lotería para la carrera de Políticas, que dejó de formar sociólogos para moldear estrategas apasionados en la gélida lucha por el poder. Y que no pare esta música de letras desordenadas y acordes ensordecedores, porque en esta fiesta en que estamos instalados lo más temible es el silencio. Pero mejor un rock más suave que tanto heavy.

17 jun 2022 / 01:00
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