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La política como espectáculo

    CUANDO estaba realizando mis estudios de posgrado en París, me encontré, en mayo de 1970, con una reedición de las revueltas estudiantiles de mayo de 1968 a lo largo y ancho de la Sorbona y de sus calles adyacentes, una reedición que, a juicio de algunos, no era sino “une mauvaise copie d’un vieux film”. Sea como fuere, ello me dio la oportunidad de presenciar o asistir a las manifestaciones en curso, a veces con consecuencias imprevisibles, y de leer algunos libros de los autores que conformaron lo que dio en llamarse La pensée 68, y entre los cuales estaban Foucault, Derrida, Bourdieu o Debord. Este último, en concreto, en una obra titulada La société du spectacle, aborda este fenómeno, afirmando, entre otras cosas, que el espectáculo, que es el “modelo actual de vida socialmente dominante”, y que hace que ésta ya no se viva, sino que se represente, se extiende a todos los ámbitos.

    Uno de estos ámbitos es, naturalmente, el de la política, y una manifestación de ella como espectáculo lo acabamos de ver en las recientes elecciones autonómicas madrileñas, un espectáculo que pone en tela de juicio algo que debería estar fuera de toda duda: la ejemplaridad de nuestra clase política. Si poco edificante fue la campaña electoral, con una visión sorprendentemente reduccionista de una realidad social compleja y diversa, o con unos manifiestos de apoyo que sonrojan no sólo por su contenido, sino también por la identidad de los firmantes, menos edificante fue todavía la reacción de los que no consiguieron alcanzar los objetivos propuestos y se encontraron con un rechazo social con el que no contaban. En este caso, a los insultos de la campaña hacia las posiciones contrarias, se sucedieron, sin solución de continuidad, las descalificaciones no sólo de los partidos vencedores, sino también de los votantes de éstos.

    Si esta última reacción no fue edificante, tampoco lo fue otra de signo contrario, consistente en asumir como propio un éxito ajeno, sobre todo por parte de aquellos que, perteneciendo a un mismo partido, trocaron con sospechosa inmediatez las duras criticas hacia una determinada forma de ser y estar en política por unos halagos desmedidos, una vez que comprobaron que esa forma de ser y estar había sido ratificada por las urnas. Ambas reacciones resultan, cada una en su respectiva esfera de actuación, un tanto obscenas: en el primer caso, la de culpabilizar a terceros, calificándolos no de adversarios, sino abiertamente de enemigos, de una derrota que es propia, por constituir la quiebra de un elemental principio de cultura democrática; y, en el segundo, la de festejar al día siguiente lo reprobado críticamente la víspera, por representar la vulneración, si no política, sí ética, de las propias convicciones personales.

    En nuestro sistema democrático, como en tantos otros de nuestro entorno, hay un pilar, el Congreso, esencia de la soberanía popular y encarnación del poder legislativo, que debería ser una constante referencia de los valores que representa, mas no siempre es así. En ocasiones, los debates, regidos por un principio contradictorio o dialéctico habitual en todo juego parlamentario, constituyen todo un espectáculo, ya sea por la falta de educación de los intervinientes, o por su falta de formación, sin que, cuando procede, quien está llamada a arbitrar las discusiones, la presidenta de la cámara, las ordene y dirija con la propiedad requerida. En cualquier caso, conviene no perder la esperanza porque, como acaban de afirmar dos ministras recientemente, “la legislatura empieza ahora” y “lo mejor está por hacer”. Pero ello no despeja la incógnita, claro, de qué es lo que se ha hecho hasta hoy.

    En este último párrafo he aludido a la formación, una cuestión que, pese a su importancia, resulta irrelevante para el gobierno. Entre muchos ejemplos, hay tres que revelan que la formación, o mejor la ausencia de ella, lejos de ser un demérito, es un activo: la Ley 3/2020, de 29 de diciembre, de Educación (conocida popularmente como Ley Celáa), con la rebaja de las exigencias para obtener el título de bachiller; la propuesta del ministro de política territorial y función pública de flexibilizar los exámenes de acceso a la función pública, con la finalidad “de la atracción de talento entre los jóvenes”; y la futura ley orgánica del sistema universitario (que, para no ser menos que la de educación, se llamará, supongo, Ley Castells), con la pretensión de que cualquier profesor pueda llegar a ser rector sin necesidad de ser catedrático. Si el contexto de estas medidas es el de títulos, tesis o curriculums falseados, todas ellas son sin duda coherentes.

    Además de estas manifestaciones de la política como espectáculo, hay otra, para terminar, a tener en cuenta, la gestión de la pandemia, en particular desde el levantamiento del estado de alarma, como consecuencia de lo dispuesto en el artículo 2 del Real Decreto 956/2020, de 3 de noviembre. Ello es doblemente preocupante si miramos atrás y recordamos las declaraciones hechas por el presidente del gobierno el 20 de mayo de 2020, unas declaraciones en las que, sin medir bien el alcance de sus palabras, se atrevió a decir que “(empezaremos) a analizar y negociar la modificación de distintas leyes para garantizar la correcta gobernanza una vez que hayamos levantado el estado de alarma”. Pues bien, ocurrido esto último, la dejación gubernamental no se ha hecho esperar, y el desconcierto, cuando no el caos, por el desplazamiento de la decisión política a los órganos jurisdiccionales, es total.

    15 may 2021 / 01:00
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