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La preocupación por Europa

    UNA de las cosas que me dijo Héctor Abad Faciolince, en la conversación que mantuve con él el otro día, y a la que ya me he referido aquí, es que le preocupaba Europa. Tradicionalmente nos hemos sentido alarmados por otros lugares, pero, ahora, de nuevo, como en mitad del siglo XX, preocupa Europa. Y no sólo por la guerra, que ha venido a añadir zozobra e incertidumbre a lo que ya teníamos, me dice, sino por el pesimismo juvenil. Preocupa Europa como concepto, como idea del progreso. Como idea del futuro. Pero no es tanto una cuestión de identidad, me dice Faciolince, sino ese pesimismo que parece haberse instalado sobre todo entre los jóvenes, quizás observando a sus padres, o a sus abuelos, quizás viendo la deriva del presente, su dificultad para encontrar un empleo seguro, sus problemas económicos, la imposibilidad de alquilar por precios razonables, y, todo ello, envuelto en ese aroma de miedo hacia el porvenir, cuando por estos lares todo parecía sólido.

    Me dice Héctor Abad que siempre soñó con vivir a medio camino entre Europa y América, como de hecho hace, a ambos lados del Atlántico, y que para él vivir en Madrid sigue siendo una especie de cura mental, pero, tras la experiencia de aquellos nueve años que vivió en Turín (“donde lo leí todo, donde aprendí a escribir de verdad”, subraya), ahora se encuentra con una Europa desesperanzada, como si atisbara un colapso. “Es algo que me pasa con la juventud. Creo que esa es la razón por la que no quieren tener hijos”.

    Este es, me dice, el verdadero problema de Europa. La despoblación y el envejecimiento. Se explica ya casi como una rutina. Hay proyectos y programas de las administraciones que abordan ambos asuntos, pues de nada vale la genialidad científica ni la gloria artística, ni siquiera la estabilidad política, si los países se van vaciando, si los viejos son los últimos resistentes de algunos lugares que pronto serán habitados por las sombras. Pero ni siquiera esos proyectos parecen sustraerse al miedo al colapso. ¿Cómo hablar del futuro sin suficiente población joven? Esa era, en efecto, la visión de Abad Faciolince, sobre una Europa que él descubrió joven, que considera un lugar milagroso y misterioso, con tanta belleza acumulada por los siglos, con un buen progreso científico y técnico, con las democracias, desde luego, pero ahora envejecida dramáticamente, cargada de pesimismo.

    Y aquí viene la necesidad de actuar. En medio del dolor de la guerra (que se llevará también por delante las vidas de muchos jóvenes), nos asomamos al acoso a las democracias, a graves deficiencias energéticas, a una tensión generalizada, al desarraigo de los jóvenes por falta de empleos adecuados a su preparación, por falta de viviendas dignas, mientras sólo los padres, que avanzan inexorablemente hacia la edad madura, que mantienen una esperanza improbable y heroica, sienten ese terror de que las democracias avanzadas se queden como cápsulas de resistencia de viejos sin futuro.

    “Yo confío en la solución de la inmigración. De alguna forma volvemos, es un viaje de vuelta de los que fuimos parte del imperio colonial. Desde otras culturas, desde otras procedencias, Europa puede volver a fortalecerse”, dice Faciolince. Está bien que Europa, su cultura, su ciencia, su belleza, se mantenga, que perdure, por supuesto sin importar el color de piel, ni los orígenes, porque todos somos finalmente hijos de la mezcla y la fusión a través de los siglos. Es probable que Europa no tenga futuro de otra forma.

    05 dic 2022 / 01:00
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