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Las contradicciones de la política exterior española

    CUANDO conocí a Fernando Morán, yo acababa de ingresar en la Carrera Diplomática y no era más que un joven secretario de Embajada, mientras que él, a la sazón director de Africa y Asia Continental, era ya un experimentado funcionario con una larga carrera a sus espaldas. En aquel tiempo no había publicado todavía dos de sus obras más destacadas, Una política exterior para España, antes de ser ministro de Asuntos Exteriores, y España en su sitio, después de serlo. En la primera fijaba lo que a su juicio debían ser “las prioridades y líneas de actuación de una verdadera política nacional”, y en la segunda describía los pasos dados para lograrlo con el fin de colocar a nuestro país “en el lugar que le correspondía”. Estos dos aspectos de su acción política están tan de actualidad ahora como entonces.

    En el segundo de estos libros, Morán considera acertadamente que el punto de partida de la política exterior es la política interna, y afirma a este respecto que “la política exterior integra los datos de una sociedad en su proyección al exterior”. Así se hizo, en efecto, en la etapa que describe, que no es otra que la de la Transición, culminada con la restauración formal de la democracia y, en este ámbito exterior, con la superación de lo que él llamaba “período de las homologaciones”, la última de las cuales tuvo lugar en 1985 mediante la firma del Acta de Adhesión a las Comunidades Europeas. Con esta firma, el mundo al que geográfica y culturalmente pertenecíamos aceptaba institucionalmente una sociedad unida en la consecución de sus derechos y libertades fundamentales y en el respeto a los derechos y libertades ajenos.

    Hoy, sin embargo, este vínculo parece haberse roto: los derechos y libertades conseguidos años atrás son dilapidados de forma constante, cuando no vulnerados de forma sistemática, por el actual Gobierno, una dilapidación o vulneración que en modo alguno puede considerarse como una polémica artificial, sino como una realidad palpable, nos guste o no, confirmada por numerosos ejemplos, como el más reciente de ellos, la llamada ley Celáa; y la sociedad ya no es la sociedad unida de antaño en pos de un objetivo democrático común, sino una sociedad traumatizada por una polarización y división alentadas desde el propio Gobierno, unas veces al unísono y otras por los partidos que lo componen y los socios que lo apoyan, con desafortunadas iniciativas legislativas, como la llamada Ley de Memoria Histórica y su continuación, el anteproyecto de ley de Memoria Democrática.

    Todo ello crea una imagen de inestabilidad política y de inseguridad jurídica que, trasladadas al exterior, no son desde luego el mejor reclamo para atraer inversiones extranjeras. Como tampoco lo es, en este contexto, la actuación por libre del vicepresidente segundo –con su propia agenda en Bolivia y con su reivindicación de un referéndum en el Sahara– en algo tan sensible como es la política exterior, sobre todo si tenemos en cuenta las responsabilidades claramente delimitadas por la Constitución en este campo: las del jefe del Estado en los artículos 56.1 –Ius Representationis Omnimodae– y 63 –Ius Legationis–, Treaty Making-Power y Ius Belli ac Pacis; y las del Gobierno y del presidente del Gobierno en los artículos 97 y 98.2, respectivamente. En ninguno de ellos hay referencia alguna al vicepresidente segundo, ni siquiera al ministro –ministra, en la actualidad– de Asuntos Exteriores, pese a que ésta no lo vea así.

    Esta, la ministra de Asuntos Exteriores, dijo, al tomar posesión del cargo, que venía a implantar la “diplomacia del siglo XXI”. No sé si, al decirlo, se refería a la política exterior o a la diplomacia, conceptos interrelacionados, pero no idénticos. En cualquier caso, si se refería a la política exterior, hay diversas cuestiones a abordar que requieren un tratamiento firme y decidido si lo que se pretende es conseguir una estrategia de acción exterior distinta, como poner límites a la tolerancia en la apertura o reapertura de “embajadas” catalanas en el exterior, defender más enérgicamente el legado hispánico en Estados Unidos, o reforzar la posición en las negociaciones con Marruecos sobre las aguas jurisdiccionales españolas; y gestionar inteligentemente no sólo las relaciones con Estados Unidos, como también dijo la ministra, sino cualesquiera otras relaciones, ya sean tradicionales –Europa. Mediterráneo, América Latina– o nuevas –Asia Pacífico–.

    Para ello se necesitan medios. En el primer caso, no se explica que para cubrir Asia Pacífico Asuntos Exteriores cuente con una Dirección General que abarque, además, América del Norte y Europa Oriental, con ocho diplomáticos para atender los tres principales núcleos de poder mundiales, como son Moscú, Pekín y Washington. Y, en el segundo, tampoco se entiende que para correr con las gastos que suponen más de trescientas embajadas y consulados y más de cuatro mil funcionarios cuente con unas partidas presupuestarias que son una tercera parte de las del Ministerio de Derechos Sociales. Si lo que se pretende es una política exterior o una diplomacia del siglo XXI, es preciso tener, además, de ideas claras, medios y recursos. ¿Los tenemos?

    25 nov 2020 / 00:00
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