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Las etiquetas, contra la inteligencia

    EN la moderna configuración ideológica de los partidos empieza a importar cada vez más el etiquetado. Vivimos, en realidad, un mundo de etiquetas. Las redes sociales, ¡otra vez, sí!, nos han llevado a esa pasión por reducirlo todo a una palabra clave. La etiqueta que lo reúne todo, que lo identifica, en un mundo simplista. Terminar eligiendo entre etiquetas, iconos, frases, logos, imágenes o eslóganes. Todo ello va en detrimento de la inteligencia.

    Pero el mundo parece girar hacia ese lado. ¿Nos lleva el exceso de tecnología a no profundizar en los asuntos? ¡Que profundicen ellos! Dicho y hecho: todo será calculado y decidido por nosotros, a los que nos quedará, como mucho, el regusto de un ‘like/dislile’, un pulgar hacia arriba o hacia abajo (¡como en Roma!), un sí frente a un no, porque el ‘no sabe, no contesta’ termina siendo irrelevante (odian la ambigüedad y la duda). El mundo monosilábico e icónico es el que viene, que ha de parecerse lo más posible a lo binario, al 0 y al 1, los componentes fríos del alma cibernética.

    Hubo un tiempo en el que se esperaba de los partidos que se parecieran lo más posible a la sociedad, pues era ésta última la que llevaba la voz cantante. No estoy tan seguro de que eso siga sucediendo. Por supuesto, hemos de creer que seguimos cortando el bacalao. Es parte del gran embeleco. Pero lo cierto es que cada vez nos invitan más a parecernos a los partidos, en lugar de que ellos se parezcan a nosotros. Debemos elegir, asimilarnos a un catálogo, a un conjunto de etiquetas, encontrar acomodo en ellas. Esto es lo que hay: algo así como la política ‘prêt-á-porter’, la política que se produce en serie siguiendo patrones preconcebidos, modas globales, que son las que se supone que hemos de aceptar, como vestimenta ideológica del presente.

    Todo tiende a simplificarse estúpidamente. En la creencia de que nos movemos siempre por esos parámetros, los comerciales, se vende que lo simple y directo es mejor que lo complejo y, por supuesto, mucho mejor que lo ambiguo. Nadie duda de nuestras pulsiones emocionales, pero no creo por qué hemos de resignarnos a un mundo en el que nuestros gustos, nuestras aficiones, nuestras preferencias, nuestras ideas, sean engullidas por un sistema que nos clasifique, con notable frialdad, un sistema que nos reconozca como afines a esto o a aquello, que nos convierta en clientes potenciales, en consumidores de no sé qué literatura, y cosas por el estilo.

    Es como viajar en la dirección contraria al Humanismo. Y, desde luego, en la dirección contraria a la riqueza del pensamiento humano. Es probable que cuando nos percatemos de lo que está sucediendo ya sea demasiado tarde. Lo peor no está en que el ser humano pueda ser sustituido, pues de la combinación de los datos no puede aún brotar la grandeza imprevisible de un creador. Lo peor está en el autoritarismo que pueda derivarse de todo eso.

    La complejidad del pensamiento no parece interesar a los amigos del etiquetado. No sólo en política, desde luego. Encasillar a las personas, tener muy claro cuáles son sus elecciones y sus deseos, implica reducir los patrones de elección, limitar muy bien las líneas que controlan el mundo. No sólo hay que volver al pensamiento crítico, sino a una vida fundamentada en la cultura, en los matices, en la riqueza del conocimiento. La masificación de los gustos y de las opiniones es interesada: sigue los mismos patrones que la publicidad, es un hecho comercial. Un mundo sujeto a patrones, a doctrinas, a dogmas, sólo merece un nombre. Y ese nombre no es libertad.

    25 oct 2021 / 01:00
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