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Los árboles se están muriendo

    LA PRIMAVERA se va inflamando, o consagrando, según como se mire. Sube el mercurio, que dicen los anglos, hace un sol de carallo, que decimos nosotros. Y calima. Llevamos semanas con calima intermitente, el polvo africano nos envuelve como un sudario naranja. No será este, sin embargo, un verano como el del año en que no hubo verano, 1816, cuando Mary Shelly creó Frankenstein, esa metáfora del conocimiento como pecado, esa mirada desesperada al otro ‘yo’. Ayer hablé con Rosa Montero de todo esto. De la disociación, del mito del doble y de la locura. Acaba de sacar El peligro de estar cuerda (Seix Barral), pero ya les contaré mañana.

    La calima es ocasional, nos trae recuerdos del fuego y el ardor que seremos. Nos trae recuerdos del futuro. Más que bajar la temperatura, como sucedió en aquel 1816, velado por las cenizas volcánicas, tendremos una canícula desbordante. 2,5 grados subirán en las próximas décadas, de media. Hay peores recuentos, o augurios. Lo que parecía un calentamiento lento se va acelerando, pero el mundo, de pronto, tiene otras preocupaciones más urgentes, como parar la maldita guerra. Ya intuíamos que los problemas vendrían por la energía y por el agua. En esto, las apuestas son seguras.

    La primavera viene con la guerra en Europa, pero también con la caída de las mascarillas y la gente que quiere pasearse a cuerpo. La vida es breve, la muerte es injusta, como vemos cada día. El ser humano apenas sabe ser feliz. Logramos a duras penas unos chispazos de alegría, con suerte. Siempre hay alguien dispuesto a estropearlo todo, no vaya a ser que nos lo creamos. La sociedad sólo encuentra satisfacción en la recompensa inmediata, lo cual parece enormemente pueril, pero vivimos al día, el futuro nos parece algo demasiado desdibujado, borroso, quién sabe si incluso nos parece improbable. El futuro era una cosa que había prevista, pero tenemos dudas.

    Todo este calor es hermoso y nos libra de todo mal, si seguimos a Camus con todas sus consecuencias. El verano nos trae el azul, un sueño modernista. Necesitamos que el sol nos libre del resentimiento que nos mata tantas veces. El país, ahora, cae hacia el verano en cierto desconcierto. La política quiere abrochar nuevas alianzas, lo que viene es, definitivamente, distinto. Feijóo sale bien retratado en el CIS y Sánchez no sólo ha buscado gas a toda prisa, sino que quiere rescatar una política bipartidista que, según algunos, va a volver. Gobernar desgasta horrores y más con la movida de estos años. Nadie sabe si Yolanda Díaz se le aparecerá como un milagro de la primavera, si consagrará una nueva izquierda de su invención, aligerada de la angustia del lenguaje, porque sabe que viene una generación que necesita la alegría que un día tuvieron sus padres. Lo malo es que se están muriendo los árboles.

    Tras la guerra, podría empezar el futuro de verdad, las democracias limpias de polvo y paja. El caso es soñar. Hay que librarse de maniqueísmos y simplezas, volver a leer libros y poemas, hablar lentamente, no sólo con eslóganes. La revolución de la libertad demandará alegría y delfines, árboles, jardines verticales. Pudiera suceder que nada llegue a tiempo y que estemos acabando con el mundo. La estupidez es, decía Einstein, una de esas dos cosas infinitas.

    20 may 2022 / 01:00
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