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Los límites del creador

    CADA vez hay más voces contra la corrección política como síntoma de una época simplificadora, que exhibe en ocasiones un peligroso nuevo autoritarismo. En muchos casos se trata de algo meramente lingüístico, como han demostrado algunos ensayos recientes (‘Morderse la lengua’, de Darío Villanueva, publicado por Espasa, ha alcanzado gran repercusión), pero en otros hay más componentes en juego. Por ejemplo, el juicio moral o político de la obra artística, un juicio que parece venir impuesto desde cierta forma de crítica, a través de ciertos apriorismos que, como parece obvio, poco o nada tienen que ver con la concepción y realización de esa obra.

    Esta visión moral del arte no es nueva, y no es nueva en ninguna parte del mundo. Tampoco lo es la insistente corrección política, que pretende poner fronteras o límites a la expresión y a la creatividad, pasando por alto algunos de los objetivos habituales del arte, como la provocación, la ironía o la sátira. Con esos argumentos en la mano, habría que cancelar, ¡esa palabra!, a la mitad de los artistas que en el mundo han sido, o más bien al 90 por ciento.

    El objetivo de esta supuesta revolución contemporánea puede ser la censura, desde luego, censura incluso aunque tenga, digamos, buenas intenciones (también las tendría, según el que lo lleva a cabo, poner una hoja de parra en un desnudo: pero sería igualmente censura). Sin embargo, en muchos casos, sólo se trata de poner en marcha un presentismo superficial y desinformado, también bastante ingenuo, contrario a toda forma de ejecución artística. Y finalmente arrogante y dogmático (una grave epidemia, sin duda), pues supone que sólo la mirada actual es la correcta, la aceptable, y que sólo los parámetros de hoy deben servir para evaluar el arte, la creatividad, el trabajo de los creadores. Y el de otra mucha gente. ¿Por qué? ¿Con qué derecho? Así que se exige que el arte siga esos parámetros, sea por convencimiento o por imposición. El adanismo, ya saben, cree que todo es nuevo, que todo ha empezado de cero, o que debe empezar de cero, lo que implica un rechazo a todo lo anterior. ¿Nos cargamos las obras maestras de otro tiempo, y a sus impresentables autores, claro, sólo porque no cuadran con esos parámetros?

    Está por ver que un creador, un artista, o un jugador de petanca, tenga que ser necesariamente una buena persona. Mejor que lo sea, pero eso no mejorará ni su arte ni su habilidad con la petanca. Si nos atenemos a la tradición, muchos artistas hicieron gala de su malditismo, de su gusto por saltarse las convenciones. Algunos creían que ir en contra mejoraba sus resultados, y quizás era cierto, pero, sobre todo, suponía un intento de provocar, de decir lo que de otra forma no podría decirse. Y por eso el arte ha ayudado a cambiar el mundo. Porque no se plegaba, no bajaba la cabeza, no aceptaba la imposición de límites ni fronteras. El arte domesticado, la palabra domesticada, pierde su energía. Pierde su verdadera razón de ser.

    De la misma forma que no descalificaríamos a Coleridge por haber escrito la ‘Oda del viejo marinero’, como parece, bajo la influencia de droga, ni la carrera de una actriz o de un actor por sufrir un incidente en alguna circunstancia, presuntamente, parecida. Lo que juzgamos es el arte extraordinario de estas personas, no el lado moral o inmoral de sus comportamientos.

    13 ago 2022 / 01:00
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