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LOS REYES DEL MANDO

Los nuevos románticos

    UNO de los asuntos que surgieron con fuerza durante el confinamiento fue el de la nueva importancia que había cobrado el campo, o eso dijeron. Me alegré, en principio, no sólo porque uno haya nacido en el campo, y a mucha honra, sino porque pensé que al fin se haría caso a un sector incontestable que nos da de comer. También me alegré porque pensé que al fin se tomarían en serio la gravísima despoblación que sufre toda España, desde luego Galicia, y, sobre todo, los territorios llamados interiores (otros los llaman profundos). Por un instante, influido por algún programa de televisión o por algún artículo, fabulé con la posibilidad de que la maldita pandemia pudiera traer algún beneficio, siquiera uno, por improbable que pareciera.

    Hoy ya vuelvo a ser un escéptico total al respecto. Lo cierto es que el campo no mejora, salvo alguna cosa, y la despoblación (con su aliado indiscutible, el envejecimiento) galopa a sus anchas, desnudando pueblos aquí y allá, creando enclaves fantasmagóricos, sobre los que trepa la hiedra. A veces un inglés llega con sus proyectos de agricultura personal, o con un proyecto artístico, o porque dice que quiere ser pastor. He visto reportajes de casi todas estas posibilidades de oficios que, al menos algunos de ellos, parecen de otro tiempo, y, sin embargo, son radicalmente modernos. En los medios, estos tipos que reconquistan y repueblan lo rural son tratados como neorrománticos apasionados.

    Mal asunto si el campo empieza a ser el territorio pintoresco al que huir. Tendría que ser el territorio de la normalidad, pero comprendo que es difícil que la gente se aventure a vivir en sitios donde han desaparecido servicios (porque desaparece la gente), donde casi nadie encuentra trabajo, donde no hay manera de conectarse como Dios manda a internet (y esto es cosa muy principal). No es lo único que hay que mejorar, pero eso es imprescindible.

    Con el confinamiento, sin embargo, parece que se levantó una especie de movimiento en defensa de la vida rural. Tuve esperanzas. Me encantan las ciudades, pero el virus nos ha enseñado que es mejor no vivir hacinados, que un poco de jardín o de huerto nunca viene mal. Sobre el papel, magnífico. Imaginé esa repoblación, con tino, con cuidado. Imaginé que lentamente tomábamos posesión de todo aquello que habíamos rechazado con vehemencia en aras, decíamos ufanos, de la modernidad y el progreso que proporcionaban los enclaves urbanos. ¿Hay tiempo para cambiar? Parece difícil.

    Anoche, viendo en ‘La Sexta columna’ un especial magníficamente titulado ‘La ola de la verdad’ (sobre la ola del coronavirus), escuché cómo algunos especialistas atribuían a nuestra forma de vida en las ciudades (y particularmente en Madrid) el aumento imparable de los contagios. Barrios hacinados (siempre los más pobres, claro), transportes también hacinados, ausencia total de ese otro modo de vida que construye en horizontal, no en vertical. Ya saben las razones. Y no sucede lo mismo en toda Europa, pueden comprobarlo. Nuestros sistemas urbanísticos no pueden funcionar así. La pandemia tendría que convencernos de una vez. No se puede aceptar una existencia basada enteramente en el trabajo, que no proporciona al ciudadano un poco de alegría de vivir. Ah: y algunos metros más.

    26 sep 2020 / 01:04
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