Males previsibles

UNA de las letanías que se cantaban antaño en las rogativas pedía a Dios que liberara a su pueblo de la peste, del hambre y de la guerra: los tres clásicos azotes de la humanidad. Sus autores olvidaron que, si no la primera, las otras dos son responsabilidad del hombre.

En tiempos pasados los conocimientos científicos sobre los agentes patógenos eran más bien escasos; y por eso cundo se presentaban en plan marabunta, poco había que hacer salvo rezar y esperar a que pasara. Actualmente, aunque no se sabe todo sobre todos, si se sabe lo suficiente como para tener preparados los medios con que enfrentarse a una emergencia sanitaria como la que estamos padeciendo. Cuyas causas habrán de ser analizadas una vez superada.

El hambre sería inevitable que la sufriera alguna vez una parte de la población si el mal tiempo o una plaga estropeaban las cosechas, pero en la actualidad no se encuentra ninguna justificación al hecho sangrante de que una parte significativa la población mundial no sepa si mañana encontrará qué llevarse a la boca. El hambre es gran pecado de la sociedad de la satisfacción, y constituye exhibición de cinismo recabar ayuda del cielo estando en nuestro poder el remediarlo.

La guerra, espoleada por el afán de dominación connatural en la especie que no acaba de embridar sus instintos animales, solo la defienden los patriotas que hacen granjería de su declaración. Las confrontaciones armadas tienen una particularidad: está probado que no sirven para arreglar los conflictos de una manera duradera, sino que donde termina una queda encendida la mecha de la siguiente. Excepto la defensiva, ninguna guerra puede tenerse por justa.

Los muertos que ha matado el coronavirus merecen el mismo luto que los que mata el hambre y las guerras. Hay políticos que fingen llorar a aquellos, pero ni lágrima vierten por los causados por el hambre evitable y las armas asesinas. Al muerto que no da votos, que lo lloren sus deudos.