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María de Anjou ilustre peregrina en Compostela

Por Eduardo Pardo de Guevara y Valdés, Profesor de Investigación del CSIC Director del Instituto de Estudios Gallegos Padre Sarmiento

Una de las más ilustres peregrinas que llegaron a Compostela en las décadas centrales del siglo XV fue, muy probablemente, la reina francesa doña María de Anjou. Su retrato social resulta en este sentido más que ilustrativo: hija del duque Luis II de Anjou, conde de Provenza y rey titular de Nápoles, Sicilia y Jerusalén, y de doña Violante de Aragón, hija a su vez del rey Juan I de Aragón y de doña Violante de Bar (que lo fue asimismo del duque Roberto de Bar y de doña María de Valois, hermana del rey francés Carlos V el Sabio).

La infancia de doña María de Anjou, que había nacido el 14 de octubre de 1404, discurrió en los dominios franceses de su familia paterna, administrados desde la ciudad de Angers. A finales de 1413, cuando apenas había alcanzado los nueve años de edad, acompañó a su madre en una visita a la reina Isabel de Baviera, la disoluta mujer de Carlos VI de Francia (era hija del duque Esteban de Baviera y de doña Tadea Visconti, de la casa ducal de Milán); aquel encuentro, bien calculado, explica el temprano compromiso matrimonial de doña María de Anjou con su primo Carlos de Valois, quinto hijo de los anteriores y por entonces todavía conde de Ponthieu. Desde este momento, quien con el tiempo se convertiría en el rey Carlos VII de Francia abandonó la corte y se integró en la casa de Anjou, donde creció en compañía de su prometida. Los esponsales se celebraron finalmente en la basílica de Bourges en 1422, poco antes de su coronación en la catedral de Reims.

Como es bien sabido, el matrimonio de doña María de Anjou no fue feliz, pero sí muy fructífero, pues hubo 12 o 13 hijos. Entre ellos cabe mencionar al primogénito, el rey Luis XI de Francia, y al muy celebrado Carlos de Valois, duque de Berry, Guyena y Normandía, además de varias de sus hermanas, cuyos matrimonios -igualmente calculados- ponen de relieve la red de alianzas tejida en aquel entonces desde la corte francesa: Catalina, mujer de Carlos el Temerario, duque de Borgoña; doña Juana, mujer del duque Juan II de Borbón; doña Violante, mujer del duque Amadeo IX de Saboya o doña Magdalena, mujer del malogrado Gastón de Foix, príncipe de Viana, y regente de Navarra.

Pese a lo dicho, con la Guerra de los Cien Años como trasfondo general, no puede extrañar que el periodo de gobierno de este Carlos VII, al que llamaron el Victorioso o el Bien Servido, resultara sumamente agitado y complicado, sobre todo porque debió hacer frente a un reino fragmentado (una parte significativa del mismo se encontraba bajo dominio inglés) y económicamente agotado. A ello cabría sumar, naturalmente, la directa implicación del monarca en la epopeya de Juana de Arco o La Pucelle d’Orléans, que fue su heroína y bienhechora, pero también –en cierto modo, cuanto menos– su víctima más propiciatoria. Como es bien sabido, aquélla fue acusada de herejía, juzgada y condenada a muerte en la hoguera, lo que sucedió en la villa de Ruan en 1431. Rehabilitada canónica y judicialmente en 1456, fue canonizada en 1920.

Volviendo a doña María de Anjou, es obligado reconocer que son muy pocas las noticias que ilustran el detalle de su recorrido vital, pese a lo cual los cronistas contemporáneos suelen considerarla una persona culta, prudente y devota. Pero más que esto, lo que sí destaca es su abnegación y resiliencia –su resignación y tolerancia al decir de algunos historiadores franceses del siglo XIX– ante la infidelidad pertinaz y notoria de su marido. Se sabe, cuanto menos, que Carlos VII tuvo dos favoritas “estables” –hasta 1450 lo fue Agnès Sorel, conocida como La Dame de Beauté, y hasta 1461 Antoinette de Maignelais– y varios hijos ilegítimos, siendo notorio asimismo que vivió rodeado de un auténtico gineceo, donde convivían sus amantes, que engrosaban la casa de la reina doña María y solían ser favorecidas con ventajosos casamientos en la misma corte francesa. Algunas de ellas tienen nombre conocido: Marguerite de Villequier, Marie de Belleville, Marguerite de Salignac, Marie de Gaucourt, Isabeau de Bournan, Jeanne Rochelle, Artuse de Fougerolles, etc.

Tras la muerte de Carlos VII, que acaeció en 1461, doña María de Anjou comenzó a acariciar el deseo de peregrinar al santuario de Santiago, en Compostela. Pero no le resultó fácil hacer realidad su empeño, sobre todo por las dificultades económicas, lo que le obligó a endeudarse y, solo así, pudo obtener al fin los recursos necesarios para sufragar le joyeux voyage de Monsieur S. Jacques en Galice. Por lo que parece, doña María contó durante su peregrinación con la sola compañía de su copero, Jean de Pérusse, circunstancia que se consigna en una carta de perdón otorgada a favor de este último el 30 de diciembre de 1463; allí, como mérito, se refirieren efectivamente los servicios que prestó a la reine Marie, qu’il accompagna à Saint-Jacques de Compostelle.

Además de la evidente motivación religiosa, la razón oficial de la peregrinación de doña María de Anjou parece que se justificó en el deseo de comprobar el cumplimiento de la dotación instituida por Carlos V casi un siglo atrás, en 1372. Según ella, la iglesia compostelana debía mantener permanentemente encendidas dos velas en la Capilla del Rey de Francia –la Capilla de los Franceses o de San Salvador-, sita en el deambulatorio de la basílica jacobea.

Cumplida su peregrinación a Compostela y mediado ya su viaje de retorno, doña María de Anjou parece que se sintió indispuesta, viéndose precisada a hacer un alto en el monasterio de Notre-Dame des Châtelliers, en Deux-Sèvres. Allí falleció el 29 de noviembre de 1463, cuando acababa de cumplir los cincuenta y nueve años de edad. Sus restos mortales fueron trasladados al panteón real de la abadía de Saint-Denis, donde fueron depositados junto a los de su marido, Carlos VII, en un hermoso sarcófago atribuido al gran maestro Michel Colombe. Algo más de tres siglos después, el 17 de octubre de 1793, como consecuencia de una rocambolesca orden de la Convención Nacional republicana, su sepulcro fue profanado y destruido; sus cuerpos fueron arrojados a una fosa común y más tarde, ya durante el reinado de Luis XVIII de Francia, pudieron ser recuperados y depositados en un osario de la cripta de Saint-Denis.

Importa resaltar, ya por último, que la devoción jacobea de doña María de Anjou tuvo una clara e inmediata continuidad en el ánimo de su hijo Luis de Valois, de la cual hay constancia cuando todavía era sólo el heredero del trono. Se sabe, en efecto, que por el año 1456 encomendó una serie de peregrinaciones procuradas a un buen número de santuarios franceses (como Sainte-Baume en Provence, Saint-Martin de Tours, Saint-Antoine de Viennois, Saint-Michel de Normandie, Saint-Genys en Savoya, Saint-Jean de Lyon, Pont-Saint-Esprit de Bayonne, Notre-Dame la Riche de Tours, Notre-Dame de Béhuart en Anjou, Sainte-Catherine de Fierbois, Saint-André de Grenoble o Saint-Hubert des Ardennes) y sólo a dos españoles: Notre-Dame de Montserrat, en Aragon, y Saint-Jacques de Galice.

Años más tarde, siendo ya propiamente Luis XI de Francia, consta también que obsequió dos grandes campanas a la catedral de Santiago de Compostela. Lo apunta con algún detalle el cronista castellano Hernando del Pulgar, al informar de la defunción de este monarca, acaecida en 1483: Este Rey Don Luis de Francia, estando enfermo de la enfermedad que falleció, mandó facer dos campanas en la Iglesia de Santiago de Galicia: y embió maestros é metal é todas las cosas necesarias, para que se ficiesen mayores que las mayores que oviese en toda la cristiandad. Para lo qual embió diez mil coronas de oro, é mandó que ficiesen en la Iglesia de Santiago una gran torre muy fuerte á sus expensas, que las pudiese sostener. Se trata, claro está, de la denominada Torre del Rey de Francia, más conocida en la actualidad simplemente como la Torre del Reloj.

17 abr 2021 / 01:00
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