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Más que un café

    LA última noche que entré en el Derby era jueves, y entre comentarios preocupados por la amenaza del covid-19, lo que se anticipaba era un cierre inmediato por ese motivo, pero nada hacía pensar que lo transitorio se convertiría en permanente y que tras casi cien años forjando parte de la cultura y de la historia de la ciudad de Santiago, tendríamos que decir adiós (¡tal vez hasta luego!), a un lugar tan especial.

    En sus mesas pasaron largas horas intelectuales de la talla de Ramón María del Valle-Inclán, Rafael Dieste, Díaz Pardo, García-Sabell o Carlos Casares que inspirados por el mármol blanco de Carrara de su mostrador, las maderas de caoba de sus zócalos (traídas especialmente de Cuba), o sus extraordinarias vidrieras, se reunían para charlar sobre lo divino y lo humano, arreglar el mundo, o escribir tantas y tantas cosas.

    Cuenta la leyenda que con la popularización del cine y la instalación de la calefacción urbana algunos profetizaron que los cafés tertulia tenían los días contados. Pero el Derby aguantó las embestidas de la modernidad y siguió abriendo sin perder su esplendor y con una clientela entre la que abundaba el talento, el ingenio y la amistad, que seguía valorando charlar en un café, con toda la tarde por delante y los mejores contertulios al otro lado de la mesa.

    Los cafés históricos marcaron la época dorada de unos establecimientos que propiciaban el encuentro y la reunión, mientras muchos vivían gran parte del día y de la noche, satisfaciendo su irrefrenable pasión anticasera y la incontenible afición al palique, saboreando la bebida de moda surgida de las entrañas de aquellas modernas máquinas de cobre de fabricación italiana.

    En estos foros de discusión e intercambio de ideas, la literatura se servía tan caliente como el café, o tan azucarada como un traguito de sol y sombra. Allí los cruasanes estaban rellenos de versos, y el coñac rezumaba endecasílabos. En aquellos cafés, y en sus tertulias, se escribió la historia de la literatura, unas veces con trazo fino, otras con trazo grueso y apenas unas pesetas en los bolsillos de la chaqueta. Valle-Inclán afirmaba que estos lugares, tenían “más influencia en la literatura y en el arte contemporáneo que dos o tres universidades y academias”.

    Los cafés estuvieron también en el origen de las revoluciones ideológicas y estéticas que dieron paso a la modernidad en Europa. Se convirtieron en unas ágoras improvisadas en las que los artistas e intelectuales fueron sorbiendo ideas, haciendo de la modernidad la civilización de la palabra. Si no hubiese sido por estos encuentros, no habrían surgido las Vanguardias ni las “generaciones cafeteras” del 98, del 14, o del 27.

    Pasa el tiempo y estos lugares parecen estar a punto de la extinción, mermados por la prisa, el ruido y la especulación, y porque el café ya no es la droga literaria por excelencia. Ahora la gente va (bueno, volverá) al cine, a las discotecas, a hacer footing o, si no, a quedarse en casa en compañía de la televisión o de un “buen bestseller” de autoayuda. Parece que el apresurado vivir conviene más al bar que a la cafetería, a la barra que a la mesa, al taburete que a la silla.

    Es ley de vida que cada tiempo impone afanes y costumbres, pero desde luego es más necesario e importante que nunca contar con lugares como el Derby donde poder quedar para tomarse un buen café con amigos, mirarse a los ojos y conversar sin límite de tiempo.

    10 jun 2020 / 23:04
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