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Miedo al compromiso

El miedo al compromiso es un rasgo de inseguridad. El temor, sin llegar al miedo, ya infunde duda y es suficiente en sí mismo para rehuir hacer frente a cualquier evento vital que demande iniciativa y esfuerzo. Cuando el temor se transforma en miedo nuestros mecanismos de defensa ponen en marcha los motores de la huida o la inacción.

Esquilo decía en Seven Against Thebes (468 a.C.) que “el miedo es más fuerte que las armas”; y unos años antes, en The Suppliant Maidens (463 a.C.) afirmaba que “el miedo excesivo siempre es impotente”. El caso es que el miedo es inherente a nosotros mismos, especialmente ante la novedad insospechada. Ugo Betti lo expresaba así en Struggle Till Dawn (1949): “Detrás de todo lo que sentimos, siempre hay una sensación de miedo”. El miedo nos debilita y paraliza unas veces y nos impele a avanzar otras, sea en forma de huida o como recurso de defensa frente a la amenaza. John Ciardi decía en This Strangest Everything (1966) que “todos somos peligrosos hasta que nuestros miedos se vuelven reflexivos”; y Ralph Waldo Emerson en sus Essays: First Series (1841) lo veía como un argumento impulsivo: “El miedo es un instructor de gran sagacidad y el heraldo de todas las revoluciones”. De forma similar lo interpretaba Leonardo da Vinci, que escribió en su Notebooks (1500): “Así como el coraje pone en peligro la vida, el miedo la protege”. Veámoslo como queramos; pero el miedo no deja de ser un obstáculo a la libertad de pensamiento y a la iniciativa voluntaria, aunque -en ocasiones- nos saque de apuros. Para Eric Hoffer, en The Passionate State of Mind (1954), “el miedo proviene de la incertidumbre. Cuando estamos absolutamente seguros, ya sea de nuestro valor o de nuestra inutilidad, somos casi impermeables al miedo; por lo tanto, un sentimiento de absoluta indignidad puede ser una fuente de coraje”. El Cardenal De Retz, en sus Mémoires (1718) escribía que “de todas las pasiones, el miedo es el que más debilita el juicio”.

Vivimos tiempos de contradicciones tenebrosas, sobre un hilo cuyos extremos se prolongan desde el nihilismo hasta la temeridad negligente. Mientras el mundo va hacia la globalización en la oscura nave del ciberespacio, donde uno puede estar en cualquier parte sin moverse del sitio, la ambición política sigue fabricando nichos de separatismo vestigial enfrentados al bien común; en vez de hablar con el compañero de la mesa de al lado o del despacho de enfrente, le enviamos un E-mail o un WhatsApp; preferimos una pantalla de plasma, un teléfono móvil o un iPad a mirar a los ojos de las personas que nos rodean, con las que cada día nos comunicamos peor; cuando surgen conflictos que requieren diálogo y razonamiento sereno, optamos por el silencio ladino o el insulto; cuando la familia se tambalea nos inclinamos por la ruptura en vez del apuntalamiento emocional y conductual; cuando nos excedemos, en vez de moderarnos nos enganchamos a la pastilla reparadora; nos endeudamos para ir de vacaciones, pero no para prevenir la quiebra de nuestra salud; para informarnos nos hundimos en el lodazal de internet o en la demagogia mediática y despreciamos las fuentes de conocimiento objetivo; creemos que nunca vamos a morir hasta que nos damos cuenta de que hemos muerto hace tiempo.

Estamos creando un mundo virtual lleno de soledad, donde hay de todo y no se toca nada, salvo teclas (no de piano); un mundo descomprometido, donde a los que más das son los que menos aportan, donde la opresión patronal y la dictadura del proletariado no encuentran acomodo en el tablero laboral, donde el Ego es un globo gigante sin aire, donde la familia perdió su sitio, donde los hijos son un accidente tóxico tardío o una conveniencia forzada por la necesidad, donde la moralidad se escurrió por el vertedero, donde la amistad tiene fecha de caducidad, donde el respeto a lo ajeno es arqueología paleolítica, donde el conocimiento es devorado por la opinión, donde la espiritualidad es un estupefaciente, donde la traición masacra a la lealtad, donde la infidelidad es más barata que un café, donde la distancia entre lo que vales y lo que cobras es un abismo, donde el privilegio de la vejez es un asilo custodial.

La falta de compromiso se cultiva en la familia, en la escuela y en el trabajo: los tres pilares que cimentan la arquitectura de cualquier sociedad. La desestructuración familiar, la laxitud educativa y la violación de roles desvirtúa el significado de la unidad familiar, lo cual lleva al desinterés por la familia, a la promiscuidad, al asalto emocional, a los conflictos de género y la degradación moral, sin necesidad de meter a la religión en el saco de la descomposición.

La pérdida del principio de autoridad en la escuela, la ausencia de una educación orientada a pensar y a respetar, la no focalización del interés en lo pragmático, el abandono del entrenamiento formativo en favor de la actividad extraescolar recreativa y elitista, conduce al fracaso escolar, al abandono de la escuela, al desprecio del conocimiento y a una lamentable mediocridad panexistencial.

El descompromiso de estas dos etapas fundamentales de la vida nos lleva al despiporre en el entorno laboral. Dentro del amplio abanico de actividades y trabajos posibles, así como de modalidades de empresa, con mejor o peor estructura empresarial, hay un denominador común: la ley del mínimo esfuerzo (versus descompromiso). Rozando el final del primer cuarto del siglo XXI resultan inverosímiles determinadas consignas sindicales, que mimetizan situaciones del siglo XIX. Es inverosímil que por la cabeza de un empresario pase la idea de que es alguien sin sus trabajadores; y resulta anacrónica la fosilización ideológica del proletariado que fantasea con ser algo sin el capital, aunque el capital sea como un maniquí: sin alma, pero con cuerpo.

La empresa moderna ha matado al capataz leal, comprometido, y ha endiosado al directivo, una clase genuina de mercenarios, embriagados de poder y ambiciones económicas, en los que la ética y la estética casi nunca van de la mano y en los que el nivel de compromiso es inversamente proporcional a su egolatría. Esta nueva estirpe es un producto surgido de la burocratización, la mecanización y la profesionalización de la gestión empresarial, con perfil similar al del primer oficial en los barcos de la marina mercante o los bucaneros en tiempos de Nelson. Fauna, probablemente necesaria, de costoso mantenimiento, en el zoológico empresarial.

Detrás de todas estas imágenes espectrales y conductas bizarras hay una cortina de temor, inseguridad, incertidumbre, apatía, incapacidad, desorientación, desubicación y oscuridad teleológica, que impide comprometerse a unos y a otros, con la excepción de los que aportan vida y recursos -con el consecuente riesgo- para que la maquinaria social no se oxide.

El compromiso requiere resolución y fortaleza mental para eliminar los fantasmas que nos aterrorizan. En una conferencia del 4 de marzo de 1933, Benjamin Franklin arengaba a su audiencia: “Lo único que tenemos que temer es al miedo mismo; el terror sin nombre, irracional e injustificado, es lo que paraliza los esfuerzos necesarios para convertir la retirada en avance”. El miedo bloquea la imaginación y la claridad de pensamiento, impide la felicidad y anula la virtud. A comienzos de la era cristiana, en el siglo I, en Cartas a Lucilius, Séneca decía: “En donde hay miedo no hay felicidad”; Shakespeare in Macbeth (1695): “Los miedos actuales son menos horribles que nuestras imaginaciones”; Virgilio en la Eneida (30 a.C.): “El miedo traiciona a las almas indignas”; y Voltaire en el Sócrates de su Philosophical Dictionary (1764): “El miedo nunca pudo generar virtud”. Bertrand Russell era mucho más radical en An Outline of Intellectual Rubbish, un curioso capítulo de sus Unpopular Essays (1950): “El miedo es la principal fuente de superstición y una de las principales fuentes de crueldad. Ni un hombre, ni una multitud, ni una nación pueden ser llevados a actuar humanamente o a pensar sanamente bajo la influencia del miedo”.

El traje del compromiso no encaja en la fisonomía fantasmagórica del miedo. La máscara de la falsa virtud no es capaz de ocultar la expresión de terror subyacente. El carruaje de la duda no circula bien por el suelo adoquinado de la dificultad. La llave de la entrega personal no entra en la cerradura del egoísmo.

Comprometerse obliga a menudo a ir a la guerra sin escudo, andar sobre brasas sin quemarse, soportar el estruendo sin que el ruido destruya la audición, aguantar la intensidad lumínica de un soplete sin que cause ceguera, andar desnudo en la nieve de la incomprensión sin congelarse, exponerse a la tormenta sin chubasquero, pero no tirarse a la piscina sin agua.

El compromiso es un ejercicio de valor y determinación en toda alma noble. El compromiso implica sacrifico, sufrimiento, tenacidad y capacidad de cálculo para no superar los límites de la resistencia. El compromiso es un plan con tiempos para alcanzar un objetivo, asumiendo que por el camino surgirán obstáculos materiales y emocionales que habrá que superar con los menores daños colaterales posibles, pero con daños. Sin compromiso no hay familia, ni sociedad, ni empresa, ni progreso. El compromiso domina al miedo y volatiliza el fango de la incertidumbre, provoca envidias y desestabiliza el inmovilismo, ablanda la dureza de la costumbre y pulveriza el barro de la mediocridad. La persona comprometida genera temor en los cobardes y pusilánimes que, a traición, intentarán desmontar su fortaleza mediante el cinismo, la difamación y la post-verdad manipulada. Entonces, hay que reparar en la Gnomologia (1732) de Thomas Fuller: “El que te teme cuando estás presente te odia cuando estás ausente”.

06 mar 2022 / 01:00
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