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Moria en llamas

    EN LOS informativos, la lengua de las hogueras devora el campamento de Moria. Se alza el fuego en la noche, consumiendo habitáculos endebles, se percibe la sensación de caos y de lugar herido. Luego sabemos que no hay víctimas mortales, lo que, en la distancia, parece una suerte. Pero el lugar ha quedado prácticamente calcinado, escucho, como si se pasara página a un momento triste y difícil de la historia, como si todo volviera a empezar otra vez en la ceniza, con la misma dureza, pero con la experiencia atroz de los últimos años sobre los hombros. Demasiadas capas de miedo, de incertidumbre y de pobreza sobre toda esta gente. Tantas, que un desastre más ya se toma como algo esperable. Muchos dicen que era cuestión de tiempo.

    El incendio coincide con otros que devastan lugares del progreso. California, por ejemplo, que sufre quizás los peores fuegos de su historia. En las últimas décadas el destrozo parece haberse intensificado, con el ascenso vertiginoso de las temperaturas. Y está el fuego cercano, que no falta, y los incendios que consumen pulmones verdes, cada vez más menguados, pues el proceso de destrucción del planeta resulta imparable. Y suicida, por supuesto. Tanto fuego no anuncia nada bueno. Sin embargo, Moria es otro asunto. Aquí la destrucción es el síntoma, o el resultado, de una tensión larvada, del vértigo de la Historia, de la incapacidad para resolver una situación que se extiende en el tiempo, que parece latente, pero que poco a poco se complica, y que, por esa misma razón, no puede postergarse más. No se puede controlar fácilmente aquello que proviene de lugares heridos por la pobreza o el conflicto, o más bien por ambas cosas, no es un asunto sencillo convivir con el trauma, pero es una obligación humanitaria, algo irrenunciable en una sociedad contemporánea. Europa se juega gran parte de su espíritu en el más complejo de los debates, en el más difícil de los acuerdos. Tan difícil que influye directamente en los equilibrios políticos, marca, en definitiva, la agenda de los próximos años. Si el debate de la emigración sale de los cauces razonables, entonces el problema será para todos. La devastación de Lesbos coloca sobre la mesa el problema de los refugiados, ahora ya sin marcha atrás.

    Una vez más es posible que las fricciones políticas conviertan este debate en un espectáculo poco edificante. Nuestros ojos, sin embargo, a pesar de que todo lo malo se junta, de la pandemia, del mal momento económico, del brexit, etcétera, deben mirar más hacia los refugiados que hacia la retórica del poder y el lenguaje de hierro de las negociaciones. Hemos visto cómo las llamas consumían Moria, herida por el caos y las tensiones, abarrotada como pasa siempre con aquello que no se dimensiona adecuadamente. La emigración no puede quedar como un asunto incómodo que se arrincona poco a poco en el patio de atrás, esperando tiempos mejores que ahora mismo son improbables. Hace falta una política de desarrollo y pacificación en territorios de origen, y cerrar de una vez un pacto migratorio que no puede esperar. Pero lo prioritario ahora es la gente que, ya con muy poco, se queda sin nada, mientras las llamas iluminan en nuestras pantallas la noche de Lesbos. Y mientras iluminan también nuestra decepción.

    11 sep 2020 / 00:00
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