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Pablo, eternamente

    UNO no ha ido a muchos conciertos, no ha ido a suficientes conciertos. Tuvimos una época (a Santiago llegaron, y aún llegan, muchos grupos extraordinarios), aprendimos aquel britpop, el rock alternativo de Chili Peppers, el funk de Prince, un lujo extraño y abismal, lo electrónico incipiente, y todos los himnos de Bruce Springsteen (el directo que quedará en mi memoria para siempre, junto, claro está, a Bob Dylan, el que más veces he logrado ver, entre los genios).

    Pero nunca vi a Pablo Milanés. No coincidió. Muchos que lo vieron escribirán bellas líneas en este día en el que yo escribo, que es el día de su muerte, más si contamos con que Milanés tuvo una relación profunda con Galicia. Nunca lo vi, aunque me lo había propuesto varias veces como tarea improrrogable, pero, a cambio, escuché sus canciones con una reiteración casi obsesiva. Para los que aprendimos lo que era la música cubana de una manera desordenada y seguramente superficial, Milanés nos sirvió de faro más que ningún otro.

    Más que Silvio incluso, aunque por supuesto, también él estaba allí. Imitar la seda de sus telas vocales, imitar la caricia de su voz, fue un atrevido ejercicio de juventud, casi de infancia, en largas tardes de radio y de primeros discos. Más allá de sus letras políticas, los cantos a la Resistencia Popular Chilena, por ejemplo, o La vida no vale nada, poco a poco nos inspiró su tratamiento del amor. Fue comprometido con sus ideas, pero más con la música, cabe decirlo, con la raíz prerrevolucionaria también, con los grandes maestros y con los nuevos. Músico, sobre todo, pero músico de los tiempos difíciles. Y, por encima de todo, un hombre para la cultura.

    Su muerte, en Madrid, donde se trataba de su enfermedad, no ha sorprendido, pero deja, aunque sea una de esas cosas que se dicen a menudo, un gran hueco en la música. En este caso es rigurosamente cierto. Y aunque, recordando su propio verso, Milanés es ya un músico para la eternidad, algunos no nos perdonaremos nunca no haber acudido a alguno de sus numerosos conciertos. Menos mal que su discografía, inmensa, retumba dentro de todos nosotros.

    Nos envolvimos pronto en aquellas telas dulcísimas, en su capacidad para crear texturas sonoras que nadie más podía tejer. Pocos habrán cantado al amor así. Recuerdo que algunas de sus melodías, Yo no te pido, favorita entre mis favoritas, me tenía ocupado durante horas: esa sutilidad poética, aprendida seguro de Nicolás Guillén, no ha podido ser superada. No puedo con la abundancia de ripios contemporáneos, pero llámenme descatalogado. En este presente tan ruidoso y tosco, tan envenenado de simplezas, los hallazgos poéticos de Milanés merecen un monumento. En realidad, él estuvo en nuestros años felices.

    Por eso lo recordaremos siempre. Son muchas las canciones a las que nos debemos, edificios sonoros en los que habitamos desde jóvenes, pabellones de belleza que permanecerán ahí, rodeados de las telas del jazz, de los ritmos de los trovadores viejos y de los no tan viejos. Entregado a recuperar la belleza, el maestro Milanés nos hizo suyos, logró que siempre tuviéramos aquellas letras en los labios, que repitiéramos la canción hasta el anochecer.

    No sólo ha muerto un genio de la música, sino alguien que nos mostró el amor, y el desamor también, con las mejores palabras que pueden escribirse. Cantaremos sus canciones muchas veces más, en la extrañeza del presente.

    23 nov 2022 / 01:00
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