Para vivir

Una de las cuestiones más acuciantes de la filosofía de todos los tiempos es hallar el sentido de vida. Ha sido, desde luego, el tema predilecto de muchos filósofos existencialistas. Albert Camus llegó a decir que preguntarse por el sentido de la existencia es el único modo de saber si vale la pena vivir.

Otros autores como Martín Heidegger o Víctor Frankl defendieron que la existencia auténtica es aquella que tiene uno o varios proyectos o, lo que es casi lo mismo, uno o varios propósitos. También Ortega y Gasset entendió la vida como un permanente quehacer.

Yo no estoy seguro de que el común de los mortales se pregunte por el sentido de su existencia. Primero, porque la vida nos envuelve en sus problemas cotidianos y no nos deja tiempo para pensar. Y, segundo, porque acostumbramos a posponer estas cuestiones profundas para un después que nunca llega.

Hay personas sencillas que viven a nuestro alrededor y se limitan a hacer el bien y a servir a los demás, sin plantearse previamente que eso sea el sentido de su existencia. Simplemente son felices haciendo felices a los demás, logrando que los momentos de dicha compensen los sinsabores y decepciones que nunca faltan. Las admiro porque, sin saberlo, han encontrado un sentido para sus vidas que, en realidad, las dedican a servir a los demás.

Todos, alguna vez, pasamos por momento de crisis en los que consideramos que nada tiene sentido o, por lo menos, el sentido que habíamos soñado para nuestra vida. Cuando vivimos esa desazón existencial es importante tener a nuestro lado a una persona amiga que nos conforte y nos muestre el camino. Siempre hay salida, pues cada día nace el mundo, ofreciéndonos mil motivos para gozar de las cosas sencillas que no pasan de moda, mil razones para vivir.