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Pekín: cincuenta y cinco días, y medio más

La industria del cine, nacida en Hollywood, es un gran medio de formación de la opinión pública. El cine norteamericano creó una imagen determinada de la historia de ese país, con los westerns, por ejemplo. Difundió la gloriosa imagen de la misión providencial que los EE. UU. desempeñaron en las guerras mundiales, y además sirvió para difundir nuevos usos y costumbres amorosos, determinadas formas de vestir y todo tipo de hábitos de consumo. Los nazis se dieron cuenta muy pronto y por eso crearon su propia industria, que debía servir para frenar la expansión ideológica del judaísmo internacional, uno de cuyos representantes, por cierto, resultó ser Mickey Mouse.

El mismo camino siguieron Italia con su cinematografía fascista, la URSS, y en su modesto nivel la España franquista. En la actualidad Hollywood se enfrenta a la industria hindú de Bollywood, o la industria nigeriana en Nollywood, que tratan también de crear un cine que sea reflejo de sus valores, diferentes a los de la globalización.

Una de las películas icónicas del cine norteamericano fue Cincuenta y cinco días en Pekín, gesta heroica del asedio de las legaciones occidentales en esa ciudad durante la guerra de los bóxers. En ella se ve el contraste entre la emperatriz de la China y su primer ministro, ambos igualmente refinados y perversos, que viven en un palacio imperial repleto de sedas y adornos de todo tipo, y unos embajadores occidentales sobrios, racionales, y moralmente superiores, que contribuyen heroicamente a defenderse en un asedio en el que los marines están bajo las órdenes de Charlton Heston, vaquero por antonomasia y posterior presidente de la Asociación del Rifle en su país.

No se dice qué pintan los occidentales en Pekín, porque se supone que todo el mundo sabe que están allí para llevar la civilización, tal y como había hecho en Japón el almirante Perry cuando llegó con sus “barcos negros”, o sea, de vapor, para obligar a ese viejo país a renunciar a su aislacionismo secular. China, Japón, India y el SE asiático fueron tras el siglo XIX los países de expansión del imperialismo europeo, nacido de la revolución industrial. Con esa expansión se crearon redes de transporte y sistemas de administración modernos, unidos al desarrollo de los procesos de industrialización y creación de ejércitos, que se enfrentarían en la II Guerra Mundial y protagonizarían los procesos de descolonización y sus trágicas secuelas.

Tras la II Guerra Mundial, con la derrota de Japón y la descolonización de la India, que supuso de hecho casi el fin del imperio Británico, los EE. UU. se repartieron con la URSS el control militar del planeta. En él la marina de guerra fue un instrumento esencial de los estadounidenses, por estar su país en medio de los dos grandes océanos, lo que supone la necesidad de controlar todas las rutas marítimas de la tierra. Una necesidad que no tuvo la URSS, ni la actual Rusia, por ser un gigantesco portaaviones que abarca del Báltico al Pacífico, y una enorme plataforma sobre la que poder desplazar tropas y armamentos. A China o la India les ocurre algo similar, por ser masas gigantescas, o bien con unas costas reducidas, o auténticos subcontinentes defendidos por el océano Índico y el Himalaya en el caso hindú.

Tras la pérdida de la hegemonía naval, que la Royal Navy mantuvo desde el siglo XVIII, y con el fin del imperio Británico, el poder naval norteamericano se consolidó como realidad y como mito cinematográfico con las películas sobre la guerra mundial en el Pacífico, como La batalla de Midway, en la que se contrapone la eficacia y el valor de los aviadores norteamericanos al de los pilotos japoneses, futuros kamikazes y fanáticos por naturaleza. La victoria en esa batalla que supuso la pérdida de la superioridad naval japonesa no se debió, como dicen los historiadores norteamericanos, a que la marina de una democracia y una cultura basada en la técnica y la razón sea superior en sí misma, sino al error que llevó al almirante japonés a tener sobre la cubierta de madera de sus portaaviones a todos los aviones llenos de gasolina cambiando los torpedos por bombas, y a la suerte de que unos pocos pilotos consiguiesen dar en esos blancos.

Cuando un país imperialista, o una gran potencia, dispone de la superioridad naval puede practicar la política de la cañonera, que consiste en enviar a algunos barcos frente a la costa de los supuestos enemigos como medio de disuasión. Eso acaba de hacer Boris Johnson, enviando dos fragatas al Índico, quizás porque crea que ha resucitado con el Brexit el imperio Británico, cuando ya hace mucho que murió la reina Victoria y el Reino Unido es más conocido por sus hooligans que por sus gentlemen. Lo mismo hizo Trump, con sus paseos navales ante Corea del Norte. Y lo mismo comienza a hacer China, siendo Putin mucho más discreto en la exhibición de su flota, que logra cada año tener un nuevo submarino balístico nuclear, a la vez que oculta hasta sus nombres.

Los EE. UU. nacieron con una tendencia al aislacionismo continental, y Trump pareció querer volver a ella al intentar desvincularse de la OTAN y anunciar la retirada de Oriente Medio. Por el contrario Biden inauguró su mandato anunciando que su país intervendría militarmente para defender sus intereses económicos. Eso supone la más obscena de las concepciones de la guerra, que debería llevar a los EE. UU. a cambiar su lema: In God we Trust, por: In Gold we Trust (Confiamos en Dios; Confiamos en la Pasta). En su campaña no deja de decir que su enemigo es China y que no consentirá su superioridad económica (que ya se ha ganado con creces, al ser tenedora de más de 2 billones de deuda pública norteamericana, la primera potencia en PIB y un proveedor industrial estratégico para todo el mundo), ni militar. Por eso queda Oriente Medio a la deriva.

Podríamos hacer un juego de guerra para esta política de la cañonera y ver hasta qué punto los EE. UU. se podrían enfrentar a China en una guerra no nuclear - la nuclear no tiene vencedores ni vencidos. China estaría en posición defensiva, porque no cabe en su cabeza invadir los EE. UU.; en la de los norteamericanos lo contrario sí.

Para atacar China, Estados Unidos dispone de 11 portaviones, que no podría concentrar en el Pacífico. Además un portaaviones es un blanco muy fácil y por eso navega con un grupo de combate formado por submarinos y fragatas para defenderlo de los ataques por aire. Por esa razón menos de la mitad de sus aviones son ofensivos, los restantes son para defender el propio navío. Frente a esos 11 portaaviones China tiene 2 en posición defensiva. Y a ellos se unen 103 buques de combate frente a los 115 de toda la US Navy, estando equiparados en submarinos: 68 EE. UU. y 58 China, de los cuales 14 son nucleares dotados de misiles balísticos. A todo esto China sumaría en su defensa 84 buques de combate anfibio, 190 buques lanzamisiles, 387 buques de combate costero. Hay que tener en cuenta que un buque que lanza misiles puede hundir un portaaviones, sin que importe el tamaño de quien dispara, sino la calidad del misil.

A esto tendríamos que sumar 1.264 cazas para defender el país y130 bombardeos estratégicos capaces de llevar armas nucleares, que se sumarían a las de los 250 silos para misiles nucleares en construcción. Dispone EE. UU. de 13.396 aviones, de los que solo una parte son de combate y se podrían emplear en esta guerra de fanfarronadas. Estados Unidos intentaría atraerse a la India, con sus 3 submarinos con misiles nucleares, 1 portaaviones y 717 cazas. Pero con China estaría Pakistán con sus 17 submarinos y 17 navíos armados con misiles. Corea del Sur y Taiwán estarían con los EE. UU. y Corea del Norte con China.

Suponemos que mientas tanto Putin se reiría del apocalipsis, solo de pensar que el ejército de tierra chino tiene más de 20 millones de soldados, pues hay servicio militar obligatorio, cada vez mejor armados. En este escenario bélico China, Pakistán, Irán y Arabia Saudí, que ya son aliados económicos, cierran Eurasia por el sur, y por el norte, desde el Báltico a Japón, el control indudable es de Rusia y sus satélites. Si esto es así, ¿qué sentido tiene amenazar a China en plan 55 días en Pekín?

Clausewitz, un gran estratega, dijo que el mejor plan de ataque deja de servir en el momento de su inicio, debido a la fricción, o sea, a los obstáculos que impedirán cumplirlo al pie de la letra. El mariscal Molkte decía que hay que comenzar la guerra con tres planes de ataque alternativos, porque servirá el cuarto. Los EE. UU. han tendido siempre a plantear la guerra de modo frontal, atacando de frente en el punto más fuerte del enemigo. Por eso se equivocaron muchas veces. El mariscal Montgomery explica en sus libros que en la II Guerra Mundial fue un error fatal por parte de las tres potencias aliadas exigir la rendición incondicional de Alemania y Japón. Eso llevó a prolongar la guerra, para luego aceptar que ambos países siguiesen prácticamente como estaban económica y socialmente. No es cierto, dice el general inglés, que Japón no se hubiese rendido sin la bomba atómica; lo hubiese hecho a condición de no ser humillado. Pero la ideología norteamericana buscaba la entrega total. Eso sí, en estos casos había planes estratégicos verosímiles, y ahora no. Da la impresión de que también en la retórica bélica norteamericana lo que manda es el cine.

08 ago 2021 / 01:00
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