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Perder la vida entera

    LA LAVA baja lenta y más dañina. Se detiene extrañamente en alguna plaza, respeta, sin que encontremos razón, alguna casa, ahora aislada en medio de la colada ígnea. Y en otros lugares abraza con aliento de muerte casas que fueron construidas con sacrificio y amor. Ante nuestra mirada, esa larga lengua incandescente, ese mandado del infierno, se va cobrando edificios y tierras de labor, con una constancia sulfurosa, con esa lluvia de lapilli.

    Las televisiones han pasado de las imágenes de la erupción y sus terribles consecuencias a los testimonios personales. Imagino que muchos no tienen ganas de hablar (este periódico también está allí), pero confían, quizás, en lograr así un poco más de atención, acostumbrados a la pequeñez isleña, a la lejanía, porque una isla siempre es una isla, y lo es para todo y para siempre.

    En plena sobremesa se multiplica el llanto en directo, inevitable, o crece el silencio. Como el de un pescador que dice, apenas si se escucha su voz enmudecida, que tendrá que vender el barco y empezar de nuevo. Esta gente conoce el lugar palmo a palmo, muchos han nacido allí, saben bien lo de las entrañas de aquella tierra, todos tienen memoria del pasado. Pero durante mucho tiempo el lugar les dio cobijo y paisaje, les dio trabajo, allí edificaron casas y haciendas, y familias, y ahora, de un simple manotazo, todo eso va siendo engullido por el monstruo. Con dolorosa lentitud. Con constante fiereza.

    En directo, asistimos a lo que significa perder la vida entera. Más allá de discursos y promesas, y fotografías, lo que preguntan es cuánto tardarán en recibir las ayudas. Porque saben cómo van estas cosas tantas veces. No estamos hablando de un desastre puntual, de unas casas afectadas, sino de un borrado profundo de la huella de mucha gente sobre la piel de aquella isla.

    Las imágenes son elocuentes, es cierto, los relatos son múltiples y al tiempo similares, pero es difícil ponerse en el lugar de alguien que ayer tenía una casa, una huerta, un lugar querido, y hoy ya no tiene nada, porque todo ha sido abrazado por las llamas, por la roca ardiente, sin que haya lugar a detener la mano del infierno, sin que quepa otra actitud que salir con un manojo de recuerdos y echarlos al maletín del coche. Escuché a uno que pasaba, en una emisión televisiva: “tengo que ir a rescatar una carta”, dijo.

    Hay pocas cosas comparables
    a tener que empacar tu vida en una hora, lanzarla como un peso muerto a lomos de una furgoneta, mezclar los recuerdos con las lágrimas, mientras te agarras al volante para alejarte del lugar al que ya no podrás volver. Ese horror sin palabras que consiste en dejar la puerta cerrada unos minutos antes de que llegue la destrucción. Me recuerda la emigración o la guerra.

    No hay mucho dolor comparable al súbito desarraigo: perder el contacto con la tierra, sentirse desposeído en cosa de unas horas, y sólo poder maldecir a un volcán que no tendrá compasión, porque la naturaleza es bella e implacable. No estamos hablando de un infortunio relativo, sino de un mazazo bestial. Tanto, que hasta incluso cambiará la fisonomía de la isla.

    Los agricultores pasan a recoger la última cosecha de plátanos. En tierras sentenciadas, las plataneras esperan sin conocer su triste destino. Me pregunto qué ocurrirá, no cuando se apague el volcán, sino cuando se apaguen los focos mediáticos. Esto es muy serio. Es gente que ha perdido su vida entera.

    24 sep 2021 / 01:00
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