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Punto limpio

    LOS GOBIERNOS tienen sus guionistas, mejores o peores. Estamos en el tiempo en el que nos leen la cartilla de la realidad, con sus puntos y comas, con sus sintagmas, tan bien pesados, con sus cláusulas subordinadas, tan divinas. En general no suele haber grandeza ni emoción en esos textos, sino repetidas estrategias verbales que no son difíciles de descubrir. Deberían tener más consideración de la creatividad ciudadana, que no puede alimentarse sólo de frases hechas, pulidas en laboratorios del ramo, limpias de emociones excesivas, como se limpia un pescado, sin las espinas del dolor, como la pescadilla que se morderá otra vez la cola, inexorablemente.

    Sucede que la política ha aprendido del lenguaje, pero no de su belleza, sino de sus trucos. Las palabras son mágicas desde mucho antes de que lo dijeran los personajes de Lewis Carroll, que por otra parte amaba la fotografía. Donde se encuentra eso que no vemos en la publicidad, el subtexto, o quizás la paloma que emerge del sombrero, ahí se encuentra también el caldero de oro donde se cuece el lenguaje que nos explica lo que hay. El bacalao que hay que cortar. No podemos ver todo lo que el paño negro del lenguaje oculta, el artefacto que sujeta la bola que se mece sobre el terciopelo desafiando la ley de la gravedad, haciéndonos creer que vuela la esfera marfileña o, ya puestos, una piara de cerdos. En plena edad audiovisual, todo tiende a parecerse a un guion que se reescribe en función de la audiencia, que calcula los efectos y los afectos con precisión de boticario, a sabiendas de que así es como se construye la realidad, desde micrófonos y pantallas. La supervivencia en este tiempo, más que nunca, consiste en distinguir el lenguaje genuino del impostado, el truco verbal del sintagma sin afeites (una rareza en tiempos de gran maquillaje comunicacional).

    Así las cosas, es probable que parte de la solución de los problemas consista en recuperar las palabras verdaderas, sin el disfraz de la conveniencia, como quien cultiva lechugas en su propia huerta. En tiempos de uniformización y modas mediáticas, el revolucionario verdadero es aquel que cultiva las frases respetando su crecimiento natural, el ciclo de las estaciones, la luz del sol y el agua de la lluvia. Volver a lo básico significa recuperar el sabor auténtico de lo que decimos y lo que escuchamos, sin conservantes ni colorantes. El lenguaje enlatado y precocinado, con fechas largas de caducidad, es mucho más indigesto que el lenguaje fresco, que guarda el perfume de la verdad.

    No habrá nueva realidad hasta que recuperemos la frescura y la autenticidad del lenguaje. A estas alturas los mensajes empiezan a hacer menos efecto, como las medicinas muy usadas. Necesitamos una narración renovada de las cosas del mundo, la posibilidad de construir nuestra propia realidad, sin acudir a los materiales gastados que se nos ofrecen una y otra vez, como decorados en los que tenemos que seguir viviendo. Las palabras viejas, o contaminadas por el exceso de propaganda y el abuso de los eslóganes, son como los escombros de la frustración, el material de obra que debe ser llevado a un punto limpio, el ataque de aluminosis a la ilusión humana.

    02 sep 2020 / 00:08
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