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Quid pro quo

    En la magnífica adaptación cinematográfica de la novela de terror psicológico “The Silence of the Lambs” (1991) llevada a cabo por el director Jonathan Demme, el guionista Ted Tally sigue casi al pie de la letra la novela homónima (1988) de Thomas Harris, hasta el punto de repetir dos escenas entre ambos protagonistas donde el siniestro Hannibal Lecter reclama reciprocidad de trato a la intrépida agente en prácticas Clarice Starling utilizando para ello la locución “quid pro quo”; que, en castellano, viene a significar “quid en vez de quo”, destacando el error cometido en latín al utilizar el nominativo del pronombre interrogativo singular neutro en lugar del ablativo correspondiente.

    Desde su inicial sentido, la frase pasó a identificar también una confusión conceptual entre términos semejantes o, incluso, entre identidad de personas; artificio que ha dado lugar a un popular recurso dramatúrgico (ya desde Posidipo o Plauto) hasta llegar a uno de sus cúlmenes en “The Comedy of Errors”, de Shakespeare, pese a que la figura se ha explotado más en el cine: por ejemplo, como recordará la generación previa a la nuestra, en “Tú a Boston y yo a California” (con la inolvidable protagonista de “Pollyanna”, Hailey Mills), actualizada por la misma factoría, según tendrá presente la generación posterior, con la menos candorosa Lindsay Lohan al frente -ese Disney, inefable puente intergeneracional- cambiando Boston por Londres.

    Se nos perdonará que acudamos a estos clásicos de la cultura anglosajona, periclitando ejemplos presentes en la propia, para poder contextualizar; dado que el uso de la expresión con que rotulamos hoy nuestra columna -tal y como se emplea bien en el lúgubremente brillante film de Demme, bien en la novela original- responde a la recurrente utilización errónea de la misma por hablantes de lengua inglesa. En la escena donde aparece, se asiste, más bien, a una negociación entre ambos personajes, necesitados de ayuda mutua para conseguir sus respectivos fines. De donde el encarnado por Anthony Hopkins propone intercambiar información, debiendo a cada respuesta suya seguir otra de su antagonista. Por ello, la locución latina correcta a emplear hubiera sido “do ut des” (“te doy para que me des”).

    Otra sentencia famosa -tanto que hasta envuelven azucarillos con ella-, también latina, dice que “errar es humano”. De hecho, es una frase de origen controvertido, atribuida a Séneca el joven, aunque la más similar escrita se recoge en las Filípicas de Cicerón (XII, 5): “cuiusvis hominis est errare; nullius nisi insipientis, perseverare in errore”, (“cualquier hombre se equivoca; pero solo el ignorante persiste en el error”). Varios siglos más tarde, San Agustín la perfeccionó con el giro aquél de “permanecer en el error es diabólico”. Pues bien, siendo como somos humanos, estos columnistas han incurrido en un involuntario “quid pro quo”, error que nos gustaría poder enmendar a continuación, si se nos permite, para evitar parecer ignorantes, en el mejor de los casos (diabólicos, en el peor)

    Hablábamos en nuestra columna del pasado 2 de mayo (“Caput mundi”), continuando con la línea seguida aquí hasta ahora, de un fenómeno que denominábamos inversiones “de” impacto, en el marco de las nuevas tendencias sobre responsabilidad social corporativa. Pero lo cierto es que, investigando un poco más, descubrimos el impreciso empleo del concepto en que hemos incurrido, dado que es posible diferenciar entre inversiones “para” y “con” impacto, cada clase con matices y modulaciones diferentes, que las distancian entre sí tan sutilmente en su zona central de confluencia como decididamente en sus extremos. Las primeras integran la corriente denominada “venture philantropy” (o “filantropía de riesgo”), de la que solo una pequeña porción de las segundas formaría parte.

    Existe así hoy una línea que vincularía compartimentos antaño estancos -esos “dos bolsillos” de la empresa, uno para la filantropía y otro para retorno financiero-, segmento ocupado por ambos tipos de inversión (“para” y “con” impacto). Más próximas a la primera, las que supongan un compromiso inversor en organizaciones con propósito social (OPS/SPO) pero nunca sostenibles o solo en potencia -aunque la filantropía de riesgo puede incluir algunas con modelo de negocio probadamente solvente- siendo todas ellas inversiones “para” conseguir impacto. En cambio, quedarían fuera de la “venture philantropy”, por ser más próximas al retorno financiero, las inversiones “con” impacto; esto es, empresas tradicionales que pretenden impacto social, así como con la mayoría de las que buscan invertir en OPS de contrastado valor.

    El silencio de los corderos concluye con una conversación de teléfono entre sus protagonistas, donde Lecter tranquiliza a Clarice al decirle que ve más interesante el mundo con ella dentro; lo que le garantiza que la dejará en paz, reclamándole al mismo tiempo un trato equivalente. Ya insistimos en otras entregas en el “do ut des” (no “quid pro quo”) implícito en la filantropía actual, cuya gradación, de menor a mayor, es la base de las inversiones de impacto. La misma reciprocidad que supone un elemento clave en las relaciones sociales, actuando en general como fórmula de cortesía, incluso entre Estados, salvo que se emplee como factor de retorsión, que no es el caso. Pero hoy no venimos a persistir, sino a corregir. Y, si errar es humano, en la estela de Cicerón y San Agustín, el poeta inglés Alexander Pope añadió que “perdonar es divino”. Como divinos y divinas son quienes nos leen aquí. Divino domingo para todo el mundo.

    20 jun 2021 / 01:00
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