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Reflexión sobre Afganistán

    LA nueva situación creada en Afganistán, tras la retirada de las tropas americanas y europeas que vinieron protegiendo a sus habitantes de los ataques de los talibanes, suscita una inevitable reflexión sobre el instinto de brutalidad que perdura en el ser humano, pese a la racionalidad que constituye su mayor seña de identidad, y, también, sobre la imprescindible necesidad de ejercitar un continuado ejercicio de la razón que contenga y domeñe ese instinto humano en todo momento, ocasión o circunstancia.

    Si ya los increíbles sucesos acaecidos en las Torres Gemelas de Nueva York, el 11 de septiembre de 2001, asombraron al mundo entero por el nivel de inhumanidad que revelaron los autores de los mismos, quienes despreciaron, con absoluta frialdad, la vida de miles de víctimas inocentes, el porvenir del pueblo afgano y, singularmente, el de las mujeres afganas suscita una seria preocupación que no parece, sin embargo, alterar sustancialmente la política de las grandes potencias occidentales, con Estados Unidos de América a la cabeza, que mantienen la retirada de sus tropas del país afgano, por más que prometan seguir luchando frente al terrorismo que allí se produzca, como, en efecto, lo han hecho estos últimos días. Esta actitud adoptada por la principal potencia Occidental a la que parecen adherirse los estados de la Unión Europea, no puede, sino, complacer a países como China y Rusia.

    En un mundo plenamente intercomunicado, como es el de este siglo XXI, parece ineludible la puesta en acción de un principio de solidaridad humana que ha de extenderse a todos los puntos del planeta tierra con independencia de la raza, la religión y la cultura de quienes los habiten. En este sentido, salvando, como procede, el derecho soberano de cada pueblo a configurar su vida política y social en los términos que crea más convenientes y adecuados a su propia idiosincrasia, no puede existir la menor duda respecto a el derecho que, asimismo, ha de asistir a la comunidad internacional de pueblos civilizados para procurar, en todo momento y ocasión, que los derechos humanos más esenciales, reconocidos a nivel internacional, sean respetados en todos y cada uno de los Estados que conforman el mundo en la actualidad.

    No se trata de interferir en los asuntos de otro Estado sino de proteger los derechos fundamentales de todo ser humano, hombre o mujer, que constituyen patrimonio de la Humanidad entera y, desde esta perspectiva, no se puede invocar injerencia en asuntos de otro Estado cuando la comunidad internacional, a través de sus organismos correspondientes, actúa para salvar el respeto de tales derechos allá donde sean desconocidos o violados.

    La Comunidad Internacional de Estados no puede, por ende, permanecer insensible e inmóvil ante los atentados que se perpetren en cualquiera de los países que la integran y si, efectivamente, la vuelta a la dirección política en Afganistán de los talibanes va a conllevar un retorno al desconocimiento y vulneración de derechos humanos de sus habitantes habrá de actuarse, a nivel internacional y en la forma que sea, para que tal actuación política se neutralice, ajustándose a los parámetros de un mundo civilizado.

    Particularmente, los derechos de la mujer habrán de ser objeto de singular atención en el marco de un principio de esencial igualdad con los de los hombres, sin que, al respecto, puedan esgrimirse ya razones de índole religiosa que, por muy respetables que puedan ser cada una de ellas, sin embargo, jamás podrán contrariar lo que la razón y la civilización muestran como principio incuestionable de cualquier comunidad humana asentada en el marco de la racionalidad y del sentido común.

    04 sep 2021 / 01:00
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