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¿Se extinguieron los hindúes y los sijs de Afganistán?

La primera persona con la que hablé de la posibilidad de que los talibanes pudiesen tomar el poder en Afganistán fue mi profesor José Carlos Bermejo Barrera. Tuve la suerte y el honor de conocerlo en el año académico 2017-2018 al cursar dos asignaturas que impartía en la Facultad de Geografía e Historia gracias al programa Erasmus, que para mí supuso una experiencia muy enriquecedora en la que aprendí muchas cosas, a la vez que disfrutaba de mi estancia. Al acabar el curso volví a Afganistán para cumplir los compromisos que tenía con mi universidad, y sobre todo con mi familia y mis amigos. Y pasado un año de mi retorno pude enviarle el manuscrito de mi primer libro a mi profesor, que fue quien lo tradujo al español. Como había traducido mi libro y además me conocía en persona, el profesor Bermejo era perfectamente consciente de lo que estaba pasando en Afganistán, y de la situación de mi familia.

Como las cosas iban cada vez peor, una de las opciones que me surgió fue la de irme con mi familia a la provincia de Bamian, donde podría tener un empleo. Mi profesor me ofreció ayuda financiera para el traslado allí desde Herat, pero pronto me di cuenta de que si los talibanes tomaban el poder esa provincia dejaría de ser un lugar seguro, así que comencé a pensar en la posibilidad de marcharme de Afganistán.

Era junio de 2020 y estaba muy claro que las cosas iban cada vez peor, pero si alguien hablaba de la posibilidad del colapso del gobierno afgano era considerado un traidor y un enemigo del gobierno. Yo estaba seguro, y mi profesor estaba de acuerdo conmigo, de la casi segura caída del gobierno, y de que el país dejaría de ser un lugar seguro. Por suerte mi profesor, que tiene un gran conocimiento de mi país y un gran sentido de la empatía, empezó a estar muy preocupado por la situación. Y así fue con su ayuda, con la de El Correo Gallego y la de la Universidad de Santiago, y con el apoyo siempre incondicional del filósofo Manuel Cruz, senador y expresidente del Senado de España, como conseguí llegar a España otra vez, con la pandemia alcanzando su cénit justo unos días antes de mi llegada. Estaban cancelados casi todos los vuelos internacionales y los traslados entre comunidades autónomas eran restringidos.

Cuando llegué a España solo se hablaba de la pandemia, de las medidas a tomar para atajarla y de las consecuencias económicas que ya se veían venir. A ningún periódico le interesaba casi nada lo que podía pasar en Afganistán, excepto a uno, El Correo, que me publicó más de 40 artículos sobre la situación de Afganistán, su futuro tras la retirada de los EE. UU. y la OTAN, y los problemas del mundo musulmán en general. Esos artículos fueron traducidos por mi profesor José Carlos Bermejo Barrera y por Mar Llinares García.

Solo un mes antes de la caída del gobierno, El Correo publicó mi artículo “La estrategia del avestruz: la extinción de los hindúes afganos”, en el que me planteaba cuál podría ser el futuro de las comunidades hindú y sij tras la retirada de las fuerzas occidentales y una posible victoria talibán. Y lo cierto es que esas dos comunidades ya no estaban seguras en la anterior República de Afganistán, a pesar de que su constitución reconoce la plenitud de sus derechos. Establece, en efecto, que los fieles de otras religiones diferentes al islam “serán libres de practicar su fe y poder realizar sus ritos, de acuerdo con los límites y las condiciones que establezca la ley”. Pero esa misma constitución señala que el islam es “la religión oficial del estado” y que “ninguna ley puede entrar en contradicción con las creencias y normas de la sagrada religión del islam”. Lo que en la práctica quiere decir que es casi imposible practicar con libertad cualquier religión que no sea el islam. El mal augurio que dejaba entrever mi artículo se cumplió, así como la advertencia de la próxima caída del gobierno, que se negaban a ver los países europeos y el propio Pentágono, una de las organizaciones mejor informadas del mundo.

Pero cuando escribía ese artículo no tenía a mi disposición el conocimiento de los detalles concretos de las persecuciones hindú y sij. Por suerte, a comienzos de este año la Poresh Research and Studies Organisation, con sede en Kabul, en colaboración con la Open Society Foundations, publicó el libro Treinta historias de agonía: narraciones de una comunidad obligada a exiliarse. Se trata de treinta historias de vida y entrevistas de los miembros de esas comunidades, y fue publicado en dari, pastún e inglés. Es un descarnado relato de años de persecuciones, discriminación, humillaciones públicas y conversiones forzadas al islam.

Hindúes y sijs llevan muchos siglos viviendo en lo que hoy es Afganistán. Básicamente eran comerciantes de mercancías de elevado precio, y se dedicaban a la importación de medicinas. Convivían pacíficamente hasta 1992 cuando los muyahidines tomaron el poder. Durante la guerra civil que siguió a la retirada soviética y el subsiguiente gobierno talibán, comenzaron a abandonar el país porque sus propiedades empezaron a ser saqueadas por los islamistas. Solo quedó un pequeño número de familias en la zona sur y en la capital, Kabul. En este libro se les describe como ciudadanos de segunda categoría, pero lo cierto es que ni siquiera se les podría llamar ciudadanos.

Muyahidines y talibanes, y los vecinos musulmanes de estas comunidades, comenzaron a causarles todos los tipos de daños posibles. Se les forzó a abandonar sus tierras y casas y a estudiar el islam - aunque no creyesen en esa religión-, y poco a poco se les forzó a convertirse. Quienes se opusieron fueron asesinados y quemados vivos en presencia de sus familias. Durante el gobierno muyahidín perdieron muchas de sus propiedades, pero al llegar los talibanes, uno de sus líderes religiosos dictó una fatwa llamada ¡Violad a los infieles!, refiriéndose básicamente a esas dos comunidades. En la República Islámica tutelada por Occidente su situación no mejoró apenas, pues si bien se les otorgaban formalmente sus derechos fundamentales, sin embargo no tenían acceso a la educación, sufrían evidentes desigualdades laborales y no podían ir a la universidad.

Fue con la llegada a la presidencia de Ghani cuando sus templos y barrios comenzaron a ser directamente asaltados, mientras el gobierno se limitaba a hacer condenas meramente verbales. En el mejor de los casos, algún político como Hamdullah Mohib visitó a los ancianos de esas comunidades derramando unas lágrimas de cocodrilo, mientras les decía lo preocupado que estaba por ellos. Pero ese gobierno cayó y en agosto de 2021 hindúes y sijs huyeron a la India. Permanecieron en el país solo unos cientos, resguardándose en sus templos y sin posibilidad de trabajar. El último episodio de violencia contra esas comunidades fue el atentado de 18 de junio de 2022, llevado a cabo por el ISKP (Estado Islámico de la Provincia de Jorasán, o rama afgana del ISIS). Tras ese atentado las organizaciones internacionales trataron de facilitarles su emigración a la India, pero se encontraron con muchas dificultades para conseguir los visados. Y así fue como tras décadas de sufrimiento estas comunidades desaparecieron para siempre.

No fueron los únicos en desaparecer. Antes de ellos el estado afgano llevó a cabo una durísima persecución contra los judíos afganos, que también acabaron por abandonar el país dejando atrás sus propiedades, sus recuerdos y las tumbas de sus antepasados. El Correo publicó dos detallados artículos: “ Cómo los judíos afganos se redujeron a uno” (30/XII/2020) y “ El último judío de Afganistán: Zabulón Simintov” (5/I/2021).

Puede haber diferentes razones que expliquen por qué los gobiernos afganos no fueron capaces de proteger a las minorías étnicas y religiosas. Es posible que no tuviesen capacidad para hacerlo. Pero el público en general, y sobre todo la opinión pública afgana, tiene derecho a saber qué hicieron los servicios de seguridad para evitarlo. Para llegar a comprender la situación, deberíamos comenzar por decir que quienes tuvieron la capacidad de decisión en los diferentes gobiernos no tuvieron la más mínima intención de hacerlo en los últimos 20 años, a pesar de que el Ejército, las fuerzas de seguridad y servicios de inteligencia, así como la policía, estaban preparadas y tenían medios para hacerlo. Podrían haber garantizado la seguridad de todo el país y de esas minorías con los medios que se les dieron, pero Ghani politizó al ejército y a los servicios de seguridad, intentando compensar el predominio pastún en las fuerzas armadas con el predominio tayiko y uzbeko en los aparatos de seguridad del estado. Y así, mientras el ejército derramaba su sangre en la lucha anti-talibán y hacía prisioneros, el presidente Ghani los indultaba, como muestra de “buena voluntad”.

El NDS, o servicio de inteligencia, fue el principal responsable. Era un organismo firmemente anti-talibán, pero también tenía muchos contactos con todas sus facciones. En un artículo publicado en El Correo (23/V/2021) “Entre la violencia legítima y el terrorismo estatal” intenté explicar estas conexiones. Está claro que, debido a ellas, se explica el desinterés del NDS por esas comunidades y su inhibición ante las campañas de odio contra las mismas, que eran visibles en las redes sociales. No es que formasen parte de ellas, pero su negligencia fue una negligencia culpable.

Los gobiernos afganos aplicaron las mismas reglas para perseguir a los grupos “extraños”. Los cuatros más perseguidos fueron los judíos, los hindúes, los sijs y los hazara. A los judíos se les consideró como agentes soviéticos, mientras los soviéticos los consideraban agentes capitalistas y los expulsaban desde Bujara hacia Afganistán. Hindúes y sijs eran “espías hindúes”. Los servicios de inteligencia hindú y afgano colaboraban bajo el mando de Amrullah Saleh, un tayiko que fue su director entre 2004 y 2010 y que luego sería vicepresidente con Ghani entre 2020-2021. Algunos lo tomaban por el super-espía hindú. Mientras tanto los pobres hindúes y sijs afganos, a pesar de profesar la religión de la India, no eran bienvenidos allí.

También los hazara era supuestos espías iraníes, porque eran chiitas. Pero Irán, en vez de apoyarlos a ellos, apoyó sus más odiados rivales, los sunitas del grupo Hizb-ul-Tahrir, porque se oponían a la presencia norteamericana, como los talibanes. El régimen de los ayatolas daba cancha en sus televisiones, como la Noor , al líder del Jamiat-e Islami Party (rama afgana de los hermanos musulmanes), y financiaba también la Fundación Masud, mientras sus correligionarios y hablantes de su lengua, los hazara, eran privados en Irán, cuando llegaban como refugiados, de sus derechos humanos, eran explotados y obligados a alistarse en organizaciones islamistas, pagadas por Irán, para luchar en Siria con el régimen de Asad y ser utilizados como carne de cañón.

El NDS espiaba a los hazara como supuestos espías iraníes, mientras dejaba de lado a los talibanes pastunes. Los líderes hazara fueron acogidos por las embajadas turcas y consiguieron asilo en Nueva Zelanda, Australia o los EE. UU. y otros países europeos, pero no en Irán. Así un servicio de inteligencia muy poco inteligente dejó a su país en manos de los talibanes, haciendo que paguen su incompetencia y su estupidez los pueblos de Afganistán.

05 oct 2022 / 01:00
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