Sembradores de cizaña

APRECIAR la solidaridad samaritana de tantos fieles de la ICAR con las víctimas del coronavirus no impide censurar a la minoría de trentoditas que aprovechan las limitaciones a la libertad de reunión decididas por criterios médicos para denunciar una persecución religiosa. Denuncia disparatada.

En efecto, la declaración del estado de alarma no prohíbe las reuniones de culto divino sino que les señala unas condiciones que buscan evitar que el agente patógeno campe a sus anchas. Las autoridades tienen la obligación de vigilar que se cumplan; y no cabe en este asunto oponerse invocando la objeción de conciencia, porque sería reconocer el derecho a infectarse aunque se siga peligro de contagio a terceros. Así de sencillo.

La afirmación de que el rojerío imperante tiene el diabólico propósito de extirpar la religión de la vida pública carece de toda verosimilitud, motivo por el cual más que de muestra de disponibilidad martirial podría tildarse de delirio persecutorio. Dolencia a que están abocados los devotos del nacionalcatolicismo que consideran la Guerra Civil cruzada y caídos por Dios a sus muertos en ella, interpretación con la que quisieran justificar su apoyo al bando sublevado.

Existen compatriotas convencidos de que el ser español pata negra incluye profesarse católico, los cuales toleran la laicidad del Estado solamente si se queda en declaración ornamental, de otra manera arman lío. Situación de la que son responsables los partidos políticos que no se deciden a cumplir el mandato constitucional de separación de trono y altares, y los dirigentes de las confesiones religiosas que se benefician de que funcione como teocracia encubierta.

Permítase una nota volteriana: que España haya dejado de ser católica oficialmente abre la posibilidad de que los comprometidos con dicha religión demuestren con su testimonio de vida que son cristianos con etiqueta DOG (Denominación de Origen Galileo). La sociedad los necesita.