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Su ilustrísima ‘excremencia’

LA singular perrita de Sigmund Freud se llamaba Jofie. Era una chow-chow que le había regalado en 1930 Marie Bonaparte, sobrina bisnieta de Napoléon, princesa de Dinamarca y de Grecia (por su matrimonio con el príncipe Jorge). Mimí, para sus amigos –entre los que figuraba el padre del psicoanálisis–, había sido su paciente; pero, sobre todo, luego, seguidora acérrima de su método y gran protectora.

Ella fue doblemente decisiva en la vida del neurólogo y filósofo austríaco-checo. En 1938 le salvó la vida al ayudarle a huir de la Viena ya nazi hacia Londres. Psicoloanalista y de origen judío... tenía todas las papeletas para que le acabara tocando el tétrico sorteo de las cámaras de gas de Auschwitz, Treblinka o Theresienstadt, en donde perecieron cuatro de sus cinco hermanas.

Sin embargo, el exilio de Freud fue breve. Falleció en poco más de un año tras llegar a la capital británica, cuando le pidió a su médico que le suministrase una dosis letal de morfina, con el fin de zanjar los dolores terribles que le causaba el cáncer de paladar que padecía, debido a su íntima amistad con los puros.

Bastante más duradera fue la existencia de Jofie (el segundo gran favor de Mimí). Le acompañó hasta 1937. Y no sólo en su vida personal en la capital austríaca y en sus asuetos en los Alpes suizos. También, como estrambótica ayudante en su consulta, en el 19 de la vienesa calle Berggasse.

El doctor estaba convencido de que su chow-chow, que también le proporcionaba una gran paz interior, reaccionaba distinto según el estado psicológico de la persona a la que trataba. Hasta cuentan que bostezaba cuando la clínica excedía cierto tiempo, evitándole a herr Freud tener que mirar el reloj para finalizar la sesión.

En fin, que cualquier colega suyo le habría diagnosticado sin dudarlo petofilia (petophiliaes), o amor desmedido –nótese lo de desmedido– por los animales.

Pero hasta alguien como él, tan amigo del mejor amigo del hombre, intentaba en cuanto podía que Jofie disfrutase de la naturaleza en la montaña alpina, al tiempo que reconocía la condición irracional del chucho. En una entrevista afirmó que le gustaba su perra porque, “a pesar de ser un animal salvaje, no tenía maldad”.

Hoy sería mucho. Muchísimo.

En los últimos años, los canes han ido atestando hasta tal punto nuestras ciudades, que casi tenemos que mostrar pasaporte para que sus ufanos amos nos dejen caminarlas. Por no hablar –capítulo especialmente repugnante y grave–, del pestilente campo de minas y mingitorio en el que se han convertido las aceras.

Pero por irritantes que sean ambos hechos –¡que lo son!–, son sólo eritemas de una afección que va mucho más allá de aquella petofilia freudiana.

“El mío me come muy mal la verdura”. “Nadie es tan cariñoso cuando vuelvo a casa”. “Lo quiero porque es muy obediente”. “Me gustan más los perros que los niños”.

Señor mío, antes de domesticarlos cazaban bichos en el campo para sobrevivir. Y recibirían con jolgorio hasta a un asesino en serie después de diez horas solo en el piso. Y te gusta su obediencia porque con tu pareja el ordeno y mando no surte efecto. Y lo prefieres a un niño porque a Boby, Rocky, Pupy, o como se llame –ese capítulo merece otra de psicoanálisis–, no hay que llevarle a las extraescolares, consolarle el drama de su primer amor o discutirle cuando, ya adolescente, opina justo lo contrario que tú.

Ignoro si los psicólogos ya le han buscado nombre a esta suerte de aberración, pero, reconozcámoslo, vivimos instalados en un paroxismo de las mascotas que escandalizaría al mismísimo San Francisco. En realidad, quizá sea una forma de tapar los agujeros negros de la existencia de algunos amos.

Si se recostasen en el diván de Sigmund, a buen seguro que este les recetaría arreglar la cosa interna, en lugar de intentar convertir a su Jofie en un humanoide.

Un perro es un perro y un niño, un niño. Mientras no pongamos las cosas en su debido punto –perdónenme la expresión–, seguiremos pisando por doquiera las ilustrísimas excremencias de nuestras ánimas.

25 nov 2022 / 01:00
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