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Tenis en la noche

    LOS partidos de tenis del US Open han resultado curativos. Las noches venían inflamadas de estos calores húmedos de septiembre, con su aparato eléctrico correspondiente. Bajo la cúpula del trueno, uno viajaba a esa pista gigantesca, de extraña geometría, donde unos jugadores aparentemente minúsculos (sobre todo si se veían a vista de dron, que es el nuevo pájaro) se enfrentaban no tanto con su rival, sino con su técnica como cirujanos de líneas invisibles. Vi partidos de tenistas apenas conocidos que, sin embargo, parecían genios de este deporte. Muchos acaban de ser descubiertos para el mundo, pertenecen a una nueva generación, son tan jóvenes que deben contemplar a Djokovic, o a Nadal, como maestros antiguos, como clásicos que aún perviven en las pistas, mientras ellos osan arrebatarles los laureles.

    El tenis de noche serena los ánimos del espectador. Aunque uno tiene, claro, sus preferencias, no hay aquí el ruido de otros deportes. De hecho, el silencio es uno de sus grandes valores, como suelen subrayar los árbitros. No tanto en Estados Unidos, es cierto, donde el público, quizás más ecléctico y diverso, se muestra a menudo empático y ruidoso. Nada que ver con el silencio reverencial de las verdes praderas de Wimbledon, que no se apartan un ápice de la solemnidad británica, que unos llaman tradicional y otros antigua.

    Escribo esto cuando está a punto de comenzar la gran final, desgraciadamente a una hora más civilizada. La quietud de madrugada, las ventanas abiertas para combatir el calor, que me hacía empatizar con los jugadores, han sido sustituidas por los aledaños de la hora de la cena (aquí, me refiero). He visto partidos increíbles más allá de Orión, permítanme la broma algo cursi, porque el firmamento tenístico acaba de llenarse de estrellas, y no parece que vayan a ser fugaces. Incluyendo la nuestra, Carlos Alcaraz.

    Envuelto en el silencio y el frescor de madrugada, contemplé esa ceremonia que consiste en buscar el instante en que se puedan quebrar las geometrías que sustentan el mundo. El tenis puede jugarse a palos (esos servicios, veloces como el rayo), pero también es un ejercicio de maravillosa cirugía. Intuyo que estos tipos ven lo que los demás humanos no vemos. La maraña de cuerdas, o de rayos láser, qué rayos sé yo, que enlazan y atan puntos impensables de una pista que es, en realidad, todo un cuerpo vivo.

    Dicen que el fútbol es como la guerra, y el ajedrez un ejercicio poderoso de memoria y estrategia, pero el tenis combina extrañamente la finura de estilo, la precisión en el manejo del escalpelo, con la potencia inflamada. Esta mezcla, que se produce en medio de un silencio tenso y quizás brutal, otorga a este deporte toda su belleza, pero también descubre el tamaño de la soledad.

    No me ha extrañado que algunos jugadores terminaran perdiendo los nervios, destrozando alguna raqueta (es un clásico), o hablando solos (otro clásico), porque este deporte tiene mucho que ver con un ejercicio de supervivencia: consiste en agarrarse a las matemáticas, no ceder ante la apariencia del vacío.

    Por supuesto, ni siquiera una final con Djokovic, tan enigmático como feroz, va a hacer que me olvide de Leylah Fernández y Emma Raducanu. Venció la segunda, pero ambas transitaban en la noche como seres de otro mundo, (su biografía cosmopolita indica que son, en realidad, de todos los mundos), definitivamente aisladas en su burbuja, pero bajo su rostro casi infantil se dibujaba el rictus severo de dos ganadoras implacables. Estaban haciendo el tenis del futuro, emergiendo con fiereza inexplicable en medio de la noche.

    13 sep 2021 / 01:00
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