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Tierra de leyendas, oro y agua

La mayor recompensa en la historia de la humanidad se pagó en tierras sudamericanas. Según cálculos aproximados, serían el equivalente a unos 700 mil millones de dólares actuales los tesoros que el pueblo inca entregó en 1533 para liberar a su Rey Atahualpa, secuestrado por el conquistador español Francisco Pizarro. El monarca, encerrado en su palacio, ofreció a los captores una gran habitación repleta de oro y plata a cambio de su liberación, propuesta que fue aceptada de inmediato. El Rey cumplió con lo pactado enviando una orden al Imperio Inca para que ofrecieran las riquezas disponibles a lo largo de su vasto territorio: de esa manera, miles de kilos de orfebrería, alhajas, joyas y grandes trozos de oro puro empezaron a llegar hasta Perú.

Una vez realizado el intercambio, Pizarro fundió el botín conseguido y lo distribuyó entre sus compañeros pero no respetó el acuerdo con Atahualpa. Y aunque muchos de los capitanes de la milicia española no estaban de acuerdo con quitarle la vida al líder inca, finalmente fue juzgado por un tribunal de guerra presidido por el propio Pizarro: lo declararon culpable de herejía, traición, poligamia, incesto y falsa idolatría. Una vez condenado, se le ofreció morir quemado en una hoguera o estrangulado y eligió la segunda opción, llevada a cabo frente a miles de incas que miraban con temor a sufrir el mismo final. Pero todos los hechos habían sucedido tan rápido que muchos de los tesoros continuaban en camino y aún no habían llegado a Cajamarca, la ciudad más importante del imperio.

Los años siguientes, dependiendo de quien estuviera a cargo del Virreinato del Perú, la relación con los pueblos originarios era de tensión y enfrentamientos o mutaban en procesos de pacificación entre ambos bandos. Dicho Virreinato con capital en Lima continuó formando parte del Imperio Español y comprendía casi toda la extensión de América del Sur, donde se compartían los espacios con infinidad de tribus, muchas de ellas descendientes o de legado culturalmente incaico. El incipiente desarrollo de ciudades cada vez más hacia el sur del continente comenzó a generar la llegada de otros españoles recomendados por la Corona con el objetivo de controlar y administrar las inmensas extensiones de superficie disponibles.

En esas circunstancias a fines del siglo XVI llega a América Don Pedro Tello, nacido en Sotomayor, en la antigua Pontevedra del Reino de Galicia por expreso pedido de Gaspar de Zuñiga, por entonces Virrey del Perú y también gallego, de la nobleza de Orense. Pedro Tello, luego de un viaje de más de tres meses en barco a vela junto a su esposa e hijo se asienta en la tierra que muchos años después sería llamada Argentina con una función muy clara y definida: debía crear, poblar y administrar nuevas localidades en el norte del país pero siempre en armonía con los grupos aborígenes que habitaban previamente dichas zonas. Y así lo hizo Don Pedro, destacándose como vecino fundador, Maestre de Campo (cargo militar similar al de los antiguos mariscales), Alcalde del Cabildo, Teniente Gobernador y Regidor en las provincias de La Rioja y Tucumán.

Pero sus mayores logros los obtuvo cuando decidió dedicarse por completo a su rol de “encomendero”, demostrando un invaluable compromiso a cargo del cuidado de los indios, su inserción social y los valores morales dentro de la doctrina católica. La labor de encomendero no era para cualquiera sino un privilegio para pocos elegidos, que tenían la responsabilidad del desarrollo y evolución positiva de los integrantes de los pueblos originarios en tareas de trabajo y adaptación a la vida en las ciudades. En épocas coloniales, dichos roles se otorgaban a personas con poder y dinero, que podían cubrir las necesidades de una multitud de indios en territorios muy amplios: aquellos que cumplían con acierto esta función inclusiva eran ascendidos a rangos de hidalguía y nobleza por el trabajo realizado.

Entre los indios que Don Pedro Tello tenía a cargo, desarrolló un cariño especial por joven aborigen que fue bautizado por él mismo con el nombre cristiano de Leandro, miembro de una tribu denominada diaguita y descendiente de los incas, que llegó a ser un hombre de su confianza y hasta se encargaba de la custodia del encomendero, además de trabajar juntos en los campos de la zona. Mantuvieron su amistad hasta abril de 1653 cuando por orden del gobernador, Tello lleva a 10 indios para arreglar una acequia en Tucumán y los trabajadores, con Leandro a la cabeza, renuncian a continuar a la tarea rural luego de recibir el pago de un real en vez de los dos prometidos. Era la última vez que el gallego y el indígena se iban a ver en su vida.

Leandro se dirigió a Jujuy, donde se enamoró y se estableció en la localidad de Humahuaca; vivía en un rancho de adobe, criaba llamas y tenía un pequeño rebaño de ovejas. Una tarde mientras las arriaba se encontró con un viejo cacique de su antigua tribu que luego de beber juntos varias chichas, bebida alcohólica derivada de la fermentación del maíz, le confesó que su abuelo había sido uno de los enviados para llevar el oro del norte argentino con el cual debían pagar el rescate del Rey Atahualpa. Y eso no era todo: también le contó que mientras trasladaban los tesoros se enteraron que el Inca había sido asesinado y ante el miedo de que cayeran en manos de sus enemigos, habían sido arrojados en el fondo de una casi desconocida y solitaria laguna.

Finalmente le dió la ubicación de la laguna, situada a unos 4200 metros sobre el nivel del mar en un rincón inhóspito de la provincia, rodeada de otros cerros, valles y acantilados, con una gran amplitud térmica y caminos casi intransitables. Junto a su mujer pensaban día y noche en la mejor manera de adueñarse del oro sumergido en las tranquilas aguas, hasta que decidieron instalarse en sus orillas y construir un canal en la zona más inclinada del terreno hasta desagotarla por completo. Pasaron días, semanas y meses de arduo trabajo hasta que en un amanecer de febrero, se levantó una fuerte tormenta y del fondo de la laguna emergió una figura con forma humana y astas de oro puro. Aterrados, juraron no volver: según ellos era una señal del Apu Yaya, el Dios del Cerro por atentar contra la laguna.

Ambos regresaron a su pueblo pero enseguida Leandro fue vencido por la codicia. Le prometió a la mujer que tanto amaba que encontraría el tesoro escondido para hacerla feliz y millonaria y de nuevo se encaminó a la laguna: al llegar, el agua estaba encrespada, se veía de un color dorado intenso y quedó inmovilizado al tocarla. La figura humana volvió a salir del fondo y un rayo despedido por su ojos lo atrajo lentamente hasta llevarlo a las profundidades y morir ahogado. Desde ese día Leandro se convirtió en mito, la laguna comenzó a llevar su nombre y la gente del lugar dice que en los amaneceres ventosos se escucha el llanto del indio y el ruido de las piedras que tira para intentar tapar el canal que había construido y le terminó quitando la vida.

Aquellos que no tienen la dicha de creer en las leyendas aducen que el color dorado del agua que aún es visible a diario proviene del reflejo del sol en cerros con alto índice de sílice; que el zanjón inconcluso que permanece en el lado sur de la laguna fue obra de un proyecto para la siembra de salmónidos en la laguna y los ruidos de las piedras que sigue lanzando Leandro son simplemente pequeños derrumbes en las laderas. El oro no lo encontró nadie pero aún así, las personas que viven en las inmediaciones, mientras mascan hojas de coca para evitar el mal de la altura no tienen ninguna vergüenza en considerarla “poderosa” y le muestran gran respeto y hasta cierto miedo.

Actualmente el área de la Laguna de Leandro, en el caserío de Chorcán a 60 km de la localidad de Humahuaca en Jujuy, se encuentra protegida bajo la figura de Monumento Natural por la importancia de su entorno en la conservación de aves. El camino es apenas una huella sin mantenimiento rodeada de cardos donde pueden verse zorros, flamencos y cóndores. Y todavía se siguen hallando restos arqueológicos de las tribus que habitaban la zona en los tiempos de Don Pedro Tello, el encomendero gallego que bautizó a su amigo indio con el nombre de Leandro, quizás por el personaje de la mitología griega que también murió ahogado por amor.

12 jun 2022 / 01:00
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