Tipos de Raxó

HACE mucho tiempo que acaricio la idea de escribir unas páginas sobre los personajes que conocí en el Raxó de mi infancia, tipos irrepetibles que se reunían en la taberna del pueblo para compartir un chiquito de vino, mientras contaban la historia de su vida.

Algunos eran clientes fijos y formaban parte de la decoración de aquella taberna que en la trastienda tenía una pequeña cocina y una carnicería. Otros eran clientes ocasionales que llegaban al pueblo por cualquier razón y se unían a la fiesta.

No gastaría mucho tiempo describiendo el largo mostrador, en el que se debruzaban los parroquianos, ni las estanterías de madera llenas de productos. Ni siquiera los frascos de cristal en donde se guardaban las golosinas, ni la hilera de botellas de coñac, protegidas por una gruesa capa de polvo, porque, quien más quien menos, guarda en su memoria la fisonomía de esas viejas tabernas de aldea, mitad ultramarinos y mitad bares.

El primer personaje de estos tipos fascinantes de Raxó del que les hablaría sería el propio tabernero. Un hombre que emigró a México y a Estados Unidos en los años sesenta para ganarse la vida, pero que, al igual que otros muchos emigrantes, terminó haciendo fortuna al regresar a su tierra.

Trabajó primero como barbero de sábado, oficio que alternó con el de matador de puercos. Pero triunfó y logró reunir un buen capital con la taberna, germen del único supermercado que existió en el pueblo durante años. Él era el alma de aquel establecimiento y sus historias, pletóricas de humor e imaginación, bastarían para llenar un grueso libro de aventuras. Era la canción triste de una Galicia que luchó a brazo partido por salir adelante, con una sonrisa en los labios al final del día.