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Todo es batalla

    ENTRE las guerras y las guerras culturales, todo es batalla. Signo de este tiempo contemporáneo. El ser humano puede ser más pendenciero que la mayoría de los (otros) animales. Lo demuestra cada día. Y sabe cómo guardar rencor, porque tiene memoria (cuando la tiene) y habita en él, en exclusiva, esa desgracia de saber que morirá algún día. Nada es más terrible que recordar el futuro.

    Sí, todo es batalla. Ahora la confrontación es más aguda, porque muchos se crecen en la discrepancia y el encono, mayormente en el barro de las redes sociales. No eres nadie si no te contradicen, a poder ser sin exceso de razones. Para ello, deben escucharte, aunque a veces se contradice sin más, porque se cree que da prestigio (y, llegado el caso, votos). Así que supongo que es un privilegio gozar de firmes contrarios, tantas veces, en la política actual, por una cuestión de tiempos electorales, más que por otra cosa.

    Con la omnipresencia de las pantallas y de las imágenes, se ha creado una atmósfera, un caldo de cultivo. Toda época tiene sus costumbres y sus tendencias, es cierto, pero nunca hubo una como esta en la que esas tendencias, esas modas, pueden recorrer el globo en pocos minutos, pueden multiplicarse prodigiosamente y modificar así nuestro pensamiento, ahormarlo a su gusto, al gusto dominante, lo que en cierto modo puede entenderse como una forma de censura y de manipulación. Aceptada con gracejo en ocasiones (las pantallas hipnotizan), o soportada de mala gana.

    Aún no lo sabemos, pero sufriremos una derrota por los dogmatismos crecientes y por la corrección política. Ya el arte está experimentando las consecuencias, estúpidamente. Pero la protesta contra la uniformización del gusto y el doctrinarismo galopante, o sea, el envoltorio moralista y paternalista, que nos dice lo que es y lo que no es, no debe venir sólo de los artistas, sino de los verdaderamente damnificados: los ciudadanos, los espectadores. Hay muchas maneras de ir agostando el árbol de la libertad.

    Hace unos días hablábamos de la muerte de Balbín, y durante toda esta semana se han escrito decenas de artículos sobre su figura y sobre su programa emblemático, La Clave. Jamás seré de aquellos que digan, en cualquier circunstancia, que cualquier tiempo pasado fue mejor: en absoluto. ¡Cómo decirlo con nuestra historia del siglo XX! Pero es evidente que algo hemos perdido en el camino. ¡Aunque hayamos ganado en confrontación y en tuiterismo! No sólo me refiero a los programas de televisión (que también). Sucede que poco puede hacerse desde la defensa de la ortodoxia como única forma de estudio de la realidad, desde el dogmatismo simplista y desde el control, sibilino o no, de las formas de pensamiento. La creatividad exige riesgo y libertad. Y las amenazas a la democracia, crecientes, tienen que ver con la simpleza, que se traduce en demagogia, charlatanería, dogmatismos y moralina rediviva.

    No hay muchos síntomas de que este siglo XXI se pueda sacudir al más tirano de los controladores: el miedo. ¡Y ese prestigio creciente de la ignorancia! No es que nos vaya a salvar algo parecido a La Clave, o a las entrevistas a fondo de Soler Serrano: serían algo inconcebible hoy, me temo. Lo que demuestra que estamos descendiendo vertiginosamente. ¡El suelo, no el cielo, es el límite!

    03 jul 2022 / 01:00
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