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Tu ola llegará

    EN MI ÉPOCA universitaria perdí muchos más trenes de los que llegué a coger.

    Los viernes solía ver cómo desfilaban delante de mis ojos los regionales de las tres y de las tres y media o el Alsa de las cuatro. E incluso todos. Me resignaba a llegar a Ourense con la noche cerrada para llamar a las puertas de la casa de una madre que esperaba con la nevera llena.

    En la mochila pesaba el remordimiento de los actos impíos cometidos con nocturnidad, cuando también perdía trenes. Éstos se me escapaban por torpeza. Como también pasa hoy, jugaba de modo patoso las bazas preparadas con esmero para dejar sin triunfos a la chica que me gustaba. Todo aquello era para mí la insoportable levedad del ser.

    Con el paso del tiempo comprendí que los trenes no se pierden por llegar tarde, sino que uno va a la estación cuando se siente preparado para el viaje y que, a veces, el tren para el que se arregló ya no está.

    El Tomás que dibuja Kundera en su best seller es un amante obsesivo movido por el deseo de apoderarse de la infinita variedad del mundo objetivo de la mujer, de coleccionar sus diferencias más íntimas.

    Durante demasiado tiempo abracé sus palabras como propias y temí convertirme en él: “El hombre nunca puede saber qué debe querer, porque vive solo una vida y no tiene modo de compararla con sus vidas precedentes ni de enmendarla en sus vidas posteriores”.

    Duke Kahanamoku es una especie de salvador. Con cinco medallas olímpicas en natación, salvó el surf cuando los misioneros calvinistas destruyeron la cultura de Hawai a principios del XIX. Ayudado de su tabla, salvó también a ocho hombres de un barco pesquero volcado. Y seguramente haya salvado la vida de muchos con una simple frase: “No te preocupes, hay millones de olas ahí afuera. Tómate tu tiempo y tu ola llegará”.

    En el Pulitzer de 2016 -Años salvajes-, Finnegan cuenta su propia historia, la de un corresponsal de guerra enamorado del surf que recorre medio mundo en busca de la ola perfecta.

    Cuando leo las descripciones de Finnegan, inevitablemente pienso en el amor. Para él, las olas son campo de juego y finalidad, objeto de profunda adoración y enemigo mortal. Y descubro que también habla de paciencia: “Llegar a conocer bien un pico puede llevar años. Y en algunas rompientes difíciles, es un trabajo que te lleva toda la vida. Antes de surfear (las olas), tenemos que aprender a leerlas, o al menos tenemos que haber empezado a descifrarlas”.

    El Finnegan de Finnegan es todo lo contrario al Tomás de Kundera.

    Finnegan desecha multitud de destinos costeros porque aprendió de Kahanamoku que, a pesar de los desengaños, siempre “quedaban muchos lugares que presentaban buenas condiciones para el surf”. Y disfruta de la conjetura de escoger destino para lanzarse a por todas una vez tomada la decisión. Y aunque termine destrozado y coqueteando con la muerte, Finnegan no teme: “Aunque se levanten grandes olas y sacudan los cerros con violencia, ¡no tendremos miedo!”.

    Tomás en cambio está lleno de pavor porque nunca ha convivido con la soledad. Llena su vacío constantemente con un sexo fútil y desconoce que abrazar el agujero que deja el lado desierto de la cama es paso obligado para sentirnos liberados, un día, de la insoportable levedad del ser. Crecer afectivamente. Solos. Sin ruidos. Sin distracciones.

    Mientras pasan los trenes para los que no estamos preparados. Mientras esperamos esa ola que algún día llegará.

    Y frente a la que ya no tendremos miedo.

    31 oct 2020 / 00:00
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