Un faro tatuado

LO LLEVA tatuado en la pierna un vecino sentado en la Alameda. Otro luce una tela de araña en el hombro; y un tercero una calavera en el antebrazo. Con agosto recién llegado me he convertido en un inconsciente mirón. Alguna razón habrá para que luzcan lo que a mí me horripila: proyección en la piel de fijaciones o de carencias, imitación de héroes, futbolista o cantante; adivino una sublimación de deficiencias propias.

El tatuaje empaña la luminosidad de la piel, con el dominante gris oscuro. Veo curvas y espirales barrocas, arabescos de alfombra asiática; preferiría casitas de campo con humo de chimenea, un árbol. Se quita mal el tatuaje, si se quita; el proceso es largo, y caro. Para uno de 10 centímetros cuadrados pueden hacer falta cinco sesiones de 15 minutos, pero entre una y otra deben haber trascurrido de cinco a seis semanas, lo que supone que el proceso completo tarda en realizarse algo más de seis meses y unos cientos de euros de gasto.

En 2003 unos 45 millones de estadounidenses llevaban tatuajes; más de siete millones lo lamentaron: muchos que se hicieron tatuar buscan ahora quien les libere de ellos. Primero quisieron llevar en la piel ‘para siempre’ el nombre del novio o la novia, o un símbolo punk, un adorno chic... Pero la vida cambia, aquel novio ya no lo es, ese adorno resulta ahora tan anticuado... Melanie Griffith se tatuó un ‘Antonio’ en su hombro. Banderas abandonó la vida de la bella pero el nombre permanece en su hombro desnudo.

Un gallego residente en Helsinki publica vídeos muy eruditos sobre estilos y tradiciones de tatuaje. Miles de seguidores, elogios abundantes; buen rollo pero no habla de por qué las personas se tatúan -él mismo mucho-. Intuyo psicología inestable y un contenido borroso para sus vidas. Como si apetecieran, sin saber, algo más entusiasmante que lucir un faro en la pantorrilla.