Un mundo de imágenes

LO primero que chocará al forastero de la Semana Santa andaluza –ampulosa y abigarrada escenografía de grandes pasos, luces y dorados, cofradías, trompetas y capirotes– es la abundancia y popularidad de sus conmovedoras imágenes. Este pathos proviene de un barroco católico que promovió formas de representación cargadas de intensa emotividad con intención catártica, de modo que la contemplación y participación en el drama introdujesen al devoto en la verosimilitud de la experiencia viva como un refrendo por sensorial de la creencia, aún en las humildes cintas de la piedad doméstica que reproducían las medidas exactas de la columna. En una cultura donde el teatro ocupaba lugar central, esta intensa expresividad gestual al servicio de la intencionalidad persuasiva de la Contrarreforma inundaba las artes.

Como primera cultura de masas en el barroco había cobrado importancia la fiesta y manifestación pública (traslaciones de imágenes, reliquias, procesiones, entradas reales, etc.) y se divulgaron fuegos de artificio y prodigaron luces, músicas y tramoyas para un público más familiarizado con las imágenes por la multiplicación del grabado. Aunque la procesión con ellas es frecuente en el sur de Italia y América, y en el barroco no era extraña en la Europa católica, la procesión de grandes pasos y gran arraigo popular es un singular fenómeno andaluz.

La imagen es más característica del catolicismo mediterráneo por cuanto la herencia figurativa clásica es mayor, como la música es preferencia del norte protestante. De las grandes religiones la católica es sin duda la de mayor evocación antropomórfica por su herencia grecolatina, y ese fue el trasfondo de la polémica que entre el XVI y XX enfrentó a la erudición católica con el protestantismo y etnógrafos como Paul Saintyvès sobre el grado de continuidad entre el culto clásico a héroes, dioses, imágenes y reliquias y el cristiano a mártires y santos.