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Un polaco ante el polonio

Los altos cargos y representantes de la Unión Europea, tan avispados para algunas cosas, qué inocentes son a veces para otras. Con Rusia, pecaron de una ingenuidad pasmosa. Si el país que con mano de hierro preside Vladimir Putin fue capaz de crear la Sputnik V contra el coronavirus en tiempo récord –en el mes de agosto ya la habían probado con la hija de Putin (es una familiaridad real, aunque la afortunada combinación de palabras induzca a pensar otra cosa)–, ¿cómo no pudieron prever que estarían más que vacunados para recibir la severa visita de su jefe de Exteriores, Josep Borrell?

¿Cómo se les ocurre enviar a Moscú, a convencer al ministro Serguéi Lavrov de la urgencia de dejar en libertad al líder opositor Alexéi Navalni, a un ciudadano catalán (despectivamente, también considerado polaco en parte de España), con la polémica política candente en Europa que sostienen los nacionalistas de su comunidad, con algunos de sus cabecillas en la cárcel y otros dispersos por el Viejo Continente porque en sus domicilios los detendrían? Más allá de la contaminación política que todas las partes aportan, objetivamente, es una secuencia propia de la alta comedia que un señor como Carles Puigdemont pueda ser eurodiputado en Bruselas y prófugo en su tierra. Si Billy Wilder, que ridiculizó como nadie el comunismo soviético en One, Two, Three, realizaría una comedia bárbara con esta jugosa incoherencia, ¿iban los asesores de Putin (esta combinación suena mucho mejor, pero tiene más peligro) a dejar pasar un argumento tan valioso para su defensa?

Una misión tan dura como la que le encomendaron en Rusia era demasiado incluso para un político tan fajado como Borrell, que pese a su aparente fragilidad física, comparte muchos de los rasgos del político resistente que hicieron célebre a Pedro Sánchez. Ambos desafiaron y derrotaron al aparato de su partido en históricas primarias, donde los dos tuvieron a Felipe González enfrente. En su duelo con Joaquín Almunia, al hoy líder de la diplomacia europea, el PSOE le negó hasta sus sedes para reunirse con la militancia, obligándole a improvisar reuniones callejeras. Son episodios de los que, si el canciller moscovita llegase a tener noticia, añadiría a su expediente titulado España, democracia imperfecta que le entregó al enviado de la Unión Europea.

No obstante, el momento más crítico que vivió Borrell en su viaje a Rusia no fue el fracaso anunciado de su cometido, ni las críticas prácticamente unánimes que recibió luego en el Parlamento Europeo. El instante que lo haría temblar de verdad se produciría en aquel siniestro salón, en cuyo ángulo oscuro la voz inquietante de Serguéi le preguntaría: “¿Le apetece a usted, mister Borrell, un cafecito? ¿Tal vez, mejor, un té o una manzanilla?”. Cómo rechazar una invitación así sin herir la sensibilidad del que hospitalariamente te la ofrece, pero cómo aceptarla conociendo el largo historial de envenenamientos por el enriquecimiento de las infusiones a base de polonio o del agente nervioso Novichok que tuvieron lugar en áreas de influencia del Kremlin, en el que el caso de Alexéi Navalny sólo es el último ejemplo? Los sudores fríos que sufriría Borrell provocarían que aun echase de menos el escupitajo que aseguró haber recibido en el Congreso de uno de los diputados del independentismo catalán que con tanto entusiasmo combate y que a punto estuvo de ser analizado en Cuarto Milenio para comprobar si su existencia fue real como la lluvia radiactiva de Chernóbil o imaginaria como los ovnis de Jiménez del Oso.

Por lo demás, dado el gusto de los rusos para hablar en clave, ¿por qué nadie exploró otra vía interpretativa del mensaje de Lavrov? ¿Y si sus palabras no fueron un reproche, sino una sugerencia para obrar como ellos? “Si hubiesen ustedes envenenado a los catalanes díscolos con sabrosas infusiones de polonio en los recesos de las sesiones del Tribunal Supremo, asunto arreglado”, podría entenderse entre líneas. Aunque aquí, como se vio con la chapuza de los GAL (¿democracia perfecta?), seguro que se confundirían de tazas y habrían intoxicado a los jueces (sería una doble contaminación, pues primero es la ideológica). Pero se prefirió pensar que Rusia atacaba la justicia de nuestro sistema. ¿A qué obedece tanta susceptibilidad si se tiene la conciencia tranquila?

12 feb 2021 / 01:00
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