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Un proceso electoral judicializado

    EL proceso electoral en Estados Unidos no ha estado exento de polémica, incluso antes del inicio de las votaciones anticipadas y por correo, a raíz de la disconformidad de Trump con el proceso. Siendo como es la estadounidense la democracia más antigua del mundo, y si bien es cierto que hay precedentes de impugnación y litigios en hasta seis comicios presidenciales, este tipo de escándalos son siempre una mala noticia y un feo ejemplo, sobre todo para todos esos países que aún hoy no pueden votar en libertad.

    Esperemos que el Partido Republicano, si no existen indicios irrefutables de fraude electoral, no apoye la pataleta de Trump, pues si bien el mandatario ha repetido una y otra vez su famoso lema “América primero” (“America First”), con su actitud previa y posterior a las elecciones podría dar la impresión de que su verdadera prioridad es él mismo, y no la paz y el sosiego de sus votantes.

    Con su berrinche, si no estuviese bien y claramente fundamentado, estaría ahondando en la ya ostensible división de la ciudadanía, generando ira y frustración, e incluso motivando la indeseable violencia entre sus seguidores y quienes conforman la otra e igual de respetable mitad de la población.

    Los tribunales estatales, y quizá después o directamente la Corte Suprema, tendrán que dilucidar denuncias de presunto fraude electoral, salvo que la diferencia final de votos electorales entre ambos candidatos marque una distancia insalvable. También en este ámbito jurídico, de nuevo, el mundo observará con atención los dictámenes judiciales.

    Y por ello quizá convenga hacer un par de matizaciones. En Estados Unidos, a diferencia de en otros muchos países de nuestro entorno, los jueces del Tribunal Supremo son designados por la Administración y el partido político en el poder, atendiendo a sus inclinaciones éticas y morales y, por tanto, y en cierto modo, también podríamos decir que a sus afinidades ideológicas y, en alguna medida, incluso religiosas. Es por ello que es posible asumir de antemano su postura con respecto a aspectos tales como, por ejemplo, el aborto.

    Los jueces estadounidenses no ocultan su visión ética y estética de la vida; bien al contrario, la defienden y abanderan abierta y públicamente. Pero esto no quiere decir que no vayan a mantener su neutralidad y objetividad a la hora de supervisar las demandas que, por ejemplo, puedan llegar por parte de cualquiera de los candidatos presidenciales, independientemente del partido político que representen. Es por ello que la mayoría republicana en la Corte Suprema (seis jueces frente a tres designados por los demócratas), no tiene que interpretarse necesariamente como decisiva, ni siquiera tras la elección, ojo, legal y constitucional, de la profesora universitaria Amy Coney Barrett como jueza del Alto Tribunal en sustitución de la admirable y tristemente fallecida Ruth Bader Ginsburg. Ojalá vuelva la calma. El mundo al completo saldría beneficiado.

    07 nov 2020 / 01:06
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