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Un tiempo decepcionante

    EN general, este es un tiempo decepcionante. Podría no serlo, pues tenemos instrumentos para mejorar la felicidad, o, al menos, la alegría. Pero hay mucho más interés en amargarnos la vida. A nosotros mismos, y también los unos a los otros. La verdad, por seguir citando a José María Merino, como hicimos ayer, hay, como él dice, una sensación creciente de que la humanidad no está a la altura, de que hemos caído en una deriva torpe y triste. Mucha decepción. Un comienzo de siglo insufrible, eso es lo que hay.

    La culpa no es sólo de la política, pero también. Es de todos, en realidad. No se trata de que todo esté bajo mínimos y los liderazgos (al menos algunos) hayan ido cediendo terreno a las afirmaciones doctrinarias y a las liturgias dogmáticas, impidiendo el crecimiento, siempre incómodo, del pensamiento crítico. Mayormente, desearíamos que nos dejaran un poco en paz. No más consejos ni instrucciones de uso de la vida. La gente no puede ser pastoreada por la propaganda, con ese lenguaje de mala calidad. Es una pena que estemos construyendo un siglo XXI muy demagógico, muy pueril, muy gris.

    Lo curioso es que la ciencia y la tecnología, por ejemplo, nos proporcionan recursos para crear un tiempo más interesante. Hay medios. Sin embargo, no es este el futuro que nos prometíamos. Y resulta que, de haber podido ser una sociedad más moderna, más libre, más creadora, más desinhibida, menos normativizada, hemos pasado a instalarnos en justo todo lo contrario.

    Nadie sabe en qué momento se ha producido este giro hacia la mala calidad de la existencia. Lo que más se ha desarrollado es la destrucción de la cultura, el empobrecimiento del lenguaje, el ataque a la imaginación y a la creación libre, los programas basura de la televisión y la siembra de odios en las redes sociales. Lo que se ha podido polarizar se ha polarizado, donde había lugar a la discrepancia, allá se ha plantado de inmediato la semilla.

    Cabría pensar que no damos para más, que es cosa de la condición humana, pero no me lo creo. No. Vivimos engañados, o, simplemente, hemos bajado las manos y la guardia. Estamos controlados a través de una simplificación cómoda, una simplificación falsa. Suponen que nos va lo simple porque no da tanto trabajo, y por eso quieren que todo se divida entre el bien y el mal, que tengamos pensamientos de este tipo. Que pensemos que la vida es así. Que nos definamos, con ideas claras, que no demos la vara con los matices.

    Quieren también que automaticemos nuestros gestos vitales. Las mismas operaciones bancarias, las mismas rutinas compradoras, los mismos gustos televisivos e incluso literarios. Previsibles y sumisos al algoritmo. Te sugieren todo el tiempo cosas y ninguna inteligente. Todo es previsible y aburrido. Como ese lenguaje de los discursos, puro pan industrial recalentado en los hornos de la demagogia. Lo que hace temblar a los poderes es el ciudadano que se atreve a salirse de los parámetros por ellos diseñados. Los que rompen con la liturgia, con los rituales prediseñados de la modernidad.

    Lo peor es que esta vida cala en los huesos como la lluvia fría del invierno. Es necesaria una pronta reacción que debe venir del conocimiento, que debe luchar por abolir la demagogia y la simpleza buscada, esas herramientas que abominan del pensamiento profundo. Llevamos dos décadas decepcionantes en las que no deja de aumentar el autoritarismo, eso sí, más o menos disimulado. Y el pernicioso dogmatismo. Pronto será demasiado tarde.

    17 abr 2021 / 01:00
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