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a presión

    EN el confinamiento, algunos han aprendido a cocinar tan guapamente. No faltan los que opinan que este encierro, con todos sus males, puede devenir en una escuela de calor doméstico, de la que salgamos muy formados, especialmente en aquello que no nos habíamos atrevido a probar jamás. Se trata de la vieja máxima: hacer de la necesidad virtud.

    Para ello, además de cocinar, habría que cocinar bien. No se puede tener todo. Escucho que la gente lee más que nunca, pinta en los ratos libres, sigue cursos inverosímiles, y así. Como decía Guerra, en otras circunstancias, no nos va a conocer ni la madre que nos parió. Así que tal vez lo que nos faltaba era un poco de lentitud, ante tanta aceleración estúpida, y un poco de tiempo libre. Ausencia de horarios. He escuchado, creo que fue al gran Rojas Marcos, que no viene mal hacerse un plan, una rutina, seguir la agenda. Seguro que es cierto, pero... ¿y la belleza de no tener que seguir un plan? ¿Y la alegre disposición de las horas, en la quietud de los salones y en la velocidad de los balcones?

    Si de este encierro salen mejores cocineros, informáticos, lectores, escritores o decoradores de interior, eso es lo que llevamos ganado. La televisión, que está en todo, se dio prisa en volver con MasterChef, ese gigante culinario que no enseña a cocinar, sino a contemplar lo que se cuece dentro de nosotros. Las cifras (ahora que vivimos un tiempo de demasiados números) dicen que el programa ha ganado adeptos. Es posible, porque el personal, según las estadísticas, ya no soporta más sobredosis mediática de coronavirus. Antes nos libraremos del virus que de esta sobredosis de pantalla, queridos. Ponerse a ver MasterChef podría ser un divertimento de gente alegre y dicharachera, con unos jueces más o menos implacables y una muestra de productos de la tierra, porque el programa tiene lo suyo de promoción de nuestras huertas, lo cual me parece estupendo. Los que pueden, de hecho, están empezando a huir hacia las huertas patrias y hacia los dulces campos.

    Pero lo cierto es que esta edición de MasterChef parece haberse volcado en otros asuntos. No digo que no funcione televisivamente: seguro que sí. Ahora, vuelan los cuchillos como en un número de circo. La tradición nos enseña que la telerrealidad se ha caracterizado por la bronca como ingrediente básico, pero no esperábamos que eso saltara también a los concursos de talentos. No soy muy adicto a estas cosas (a la buena comida, en cambio, sí), pero contemplar espectáculos como el de la otra noche, en el que se escuchan acusaciones cruzadas y nada veladas, en el que, con mal entendido orgullo, algunos parecen vanagloriarse de promover favoritismos o desatar odios, nos deja, no ya como cocineros, sino como especie, un poco tocados. Ya, ya sabemos que esto sólo es televisión. Ya sabemos que el morbo vende. Y también sabemos que estamos en una época algo adolescente.

    Creo que el programa sigue siendo de cocina porque se ha convertido en una olla a presión. Contemplando todo eso, la lucha desenfrenada por la victoria sobre los demás, caiga quien caiga, los odios cruzados (reales o no) y las desavenencias verbalizadas, quizás estemos descubriendo algunos de los motivos de la infelicidad. Huyamos de una vez a los huertos. O a alguna parte.

    13 may 2020 / 00:54
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