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LA crisis del coronavirus les ha impuesto a las cabezas más lúcidas de la ciencia económica la tarea de convencer a los dirigentes que deciden la política mundial de esta perogrullada: prevenir es una medida de buen gobierno. Ahora se ve claro.

La previsión conviene le tomarla como un indicador fiable del grado de desarrollo de las sociedades que llevados de la soberbia llamamos del conocimiento; y las catástrofes que nos visitan con sospechosa frecuencia, confirman que no se está haciendo todo lo que se podría por evitarlas, o cuando menos rebajar sus consecuencias. Aun suponiendo que la seguridad al cien por cien no pueda garantizarse, tenerla como una aspiración ideal ayuda a mantener alta la guardia.

La mejora de la calidad y expectativa de vida de la población recomiendan dedicar más recursos públicos a prevenir escenarios cargados de amenazas muy serias: no parece que admita discusión que los que reclama este capítulo, más que gasto se debería reputar inversión obligada por ética política y por coherencia. También lo recomienda la racionalidad económica: un cálculo a ojo de mal cubero sugiere que prevenir cuesta menos que arreglar los daños de no haberlo hecho.

Para ser eficaz esa inversión tendría que ser aplicada a escala planetaria: no cabe otra manera desde el punto y hora en que la libre circulación de capitales se cargó las fronteras. (La pandemia del coronavirus ha puesto al descubierto las consecuencias de reducir la globalización a las transacciones financieras.) Y aquí surge el problema: la dirigencia política actual no demuestra tener ni cabeza ni estómago para impulsar el cambio de rumbo que pide las situaciones presente y venidera.

La primera de las exigencias de la nueva normalidad es poner la economía al servicio del hombre, no ya por virtud moral sino por necesidad de supervivencia. Si se empeñan en seguir con el esquema vigente solo maquillando las arrugas, las vísperas anuncian festivo negro.