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¡Vivir la Navidad!

    ME gusta la Navidad, es un tiempo de reencuentro y celebraciones, que a menudo me ha tocado reivindicar, frente a los partidarios de la huida a otros lugares donde no se celebra o el tiempo anima a otras cosas, o a los que prefieren aislarse en sus casas hasta que se apaga el eco de los villancicos. Lo que no imaginaba es que precisamente en este año cargado de incertidumbres, surgiesen tantos nuevos partidarios de su celebración. ¡Cómo no voy a cenar con toda la familia!, gritaba uno, justo el que siempre ha despotricado de madres, suegras y cuñados. O ¡cómo no voy a cenar con los amigos!, también el mismo que hace nada abominaba de las cenas en las que tenía que hablar con gente que no le importaba. O ¡cómo no se va a celebrar la comida de empresa!, esos que tanto la criticaban por aburrida o por tener que pasar más tiempo con el jefe.

    ¡Hay que salvar la Navidad!, afirman muchos, y yo me pregunto de qué Navidad se está hablando. Porque parece que detestarla es una inclinación tan vieja como ella misma (ya Herodes se mostró poco partidario). Desde luego no faltan tentaciones para malquererla en una sociedad que conspira contra ella. Se la vacía de sentido al convertirla en mero tiempo de compras, de consumismo sin límite plegado a los reclamos publicitarios, donde se adorna lo externo y se olvida conscientemente lo interno. Comprar se convierte en una obligación, si no consumes no perteneces a la sociedad actual, eres un carca, un pobrecillo, un paria. Se prima la apariencia sobre la realidad, y la ilusión se hace depender del número de luces que se ponen en las calles o en las casas.

    A los cristianos nos duele el ambiente materialista y pagano que se está imponiendo, en el que se eliminan las representaciones piadosas de tarjetas y adornos, se excluye el Belén de los espacios públicos (y los que se colocan a menudo tienen poco parecido con la realidad), o se presenta como alternativa más democrática, la celebración de la fiesta del solsticio de invierno (¡como si la llegada del frío y la oscuridad fuesen motivo de celebración!). Puede que nos hayamos olvidado que lo nuclear de esta fiesta grande y hermosa es que la Encarnación del Hijo Unigénito de Dios supone el corolario del bien y un motivo para la esperanza en un mundo de tinieblas. Como diría Eugenio d’Ors, celebramos que hay anunciación y no sólo apocalipsis.

    Hace unos días, la presidenta de la Comunidad de Madrid, sorprendía a todos al convertirse en uno de los pocos políticos españoles capaz de mencionar sin complejos y con naturalidad el nombre de Cristo. Lo hizo con ocasión de la presentación del belén navideño de la Comunidad en la Puerta del Sol, pronunciando un breve pero valiente discurso. Dejando a un lado las habituales alusiones cursis sobre la fraternidad navideña, afirmaba que lo más profundo del mensaje de la Navidad es que celebramos el Nacimiento de Cristo, y con ello el origen de nuestra civilización y la grandeza de nuestro linaje, lo que supone que cada persona es sagrada y su vida tiene valor infinito por ser hijo de Dios.

    ¡No se puede decir mejor!, por lo que sólo me resta desear a todos, Felices Pascuas y una Navidad gozosa, honda y auténtica. Que verdaderamente sea un tiempo de reflexión y de volver la mirada y el corazón con ternura hacia ese Niño que nos nace en Belén. Celebrarla de este modo es dar razones para vivir, para alentar la esperanza, y para amar a todos, sin egoísmos ni intereses. ¡Lo demás es accesorio!

    24 dic 2020 / 01:00
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