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La chica que quería ser pintora: una historia de Afganistán

Imagínate que vives en Afganistán, el país que ha sufrido los más devastadores y continuos conflictos del mundo en las últimas cuatro décadas, y que además es uno de los países del mundo más desgraciados, corruptos y peligrosos, sobre todo para las mujeres y los niños. Eres una chica que nació en 1998, el tercero de los años en los que los talibanes ocuparon el poder. Fue en ese año cuando en Mazar-e Sharif ellos asesinaron a miles de personas del grupo étnico en el que le tocó nacer, y en el que bloquearon el Hazarayat, una de las regiones de tu país que fue la sede de un reino rico y próspero hace muchos siglos, impidiendo la entrada de todo tipo de bienes y suministros.

Pasaron los años, los talibanes se fueron y comenzaste a ir a la escuela, y fue cuando estabas en 6º cuando tu padre decidió emigrar desde vuestra aldea, porque en ella no disponía de la tierra suficiente para ganarse la vida. Os fuisteis a otra provincia en la que la gente no era como tú y no se parecía en nada a ti. Tú tienes la nariz chata, los ojos como almendras, hablas un dialecto de la lengua persa y fuiste educada en la religión chiita. Fue entonces cuando comenzaste a tener problemas solo por ser diferente, pero tu padre te dijo: “sé educada y pórtate bien, estudia mucho y ya verás como poco a poco la gente te irá aceptando”.

En la nueva provincia tu padre encontró un empleo en el centro de la ciudad, y eso le permitió pagaros los estudios a ti y a tus hermanos. Fue entonces cuando comenzaste a ir a una escuela para chicas y cuando fuiste feliz. Un día llegó el momento en el que, como las demás chicas, tuviste la primera menstruación. No se lo pudiste comentar a nadie en la escuela, y además tu madre estaba mentalmente enferma, así que tuviste que guardar tu secreto, muerta de miedo y pensando que debía estarte ocurriendo algo muy malo. Ahora sabes que no era así, pero eso influyó mucho en tu rendimiento escolar. Solo con el paso del tiempo llegaste a saber que eso es lo que les ocurre a todas las chicas al llegar a cierta edad.

Cuando acabaste en la escuela decidiste ir a la universidad, pero tu padre, como otros tantos padres de tu provincia, pensó que eso no era necesario. Además, tampoco había universidad en tu ciudad, pero aun así convenciste a tu padre de que te dejase ir a la universidad de otra provincia y aprobaste el examen de ingreso para poder estudiar Filología en la universidad de Herat, que es la segunda mejor universidad del país.

Mientras estudiabas en la universidad, descubriste un nuevo mundo e intentaste formarte a ti misma y a tus amigas en el mundo de los derechos humanos. Para eso ibas con las demás chicas a los clubs de lectura de tu residencia universitaria. Pensaste que lo mejor que podías hacer era luchar contra las estructuras patriarcales, el fundamentalismo religioso y la corrupción de todas las clases posibles. Fue así como dejaste de creer en tu religión y en el propio Alá, pero aunque eso no iba a cambiar la dura realidad de tu país, que sufrías cada día, sin embargo te ayudó a ser más consciente de lo que tú eras y a poder soportar un poco mejor la realidad. Cuando comentábais libros como el de Chimamanda Ngozi Todas debemos ser feministas, siempre discutíais con tus amigas si el islam es una religión misógina, o lo que es misógino es la interpretación que de él hacen los talibanes. Mucha gente cree que lo verdadero es lo segundo, pero tú crees que las dos cosas son verdad. Me cuentas que algunos de tus compañeros y compañeras de clase, por ejemplo, no son realmente talibanes, pero sí que están de acuerdo con sus ideas.

En Herat vivías lejos de tu casa, de tu familia y de las amigas de la escuela. Pero creías que eso valía la pena, porque era necesario para poder acceder a la educación superior. En el fin de semana de Afganistán, que es el viernes, ibas a un club de lectura, a comentar el libro que previamente se había seleccionado, y algunas veces ibas al parque con tus amigas. Pero como en Afganistán la mayoría de la población está moral y psicológicamente enferma, no podías estar segura en ningún parque, porque de repente aparecía un exhibicionista mostrando sus genitales. Entonces, lo único que podías hacer era mirar para otro lado, gritar y decir a tus amigas que hiciesen lo mismo.

A veces podías ir al restaurante con tus amigas a pasar un buen rato. Pero cuando comenzabas a comer, de repente veías a niños llevando a sus espaldas sacos con basura, o niños sentados en la nieve en el gélido invierno de Afganistán, pidiéndote que les dejases limpiarte los zapatos. Estabas totalmente segura de que tenían hambre y pasaban frío y querías ayudarlos, pero solo podías hacerlo con dos o tres de ellos, dejando a los demás. Por eso, cuando solo podías ayudar a uno te sentías muy mal al ver al resto de ellos.

Estamos en 2020 y cursas tu séptimo cuatrimestre en la universidad, y por eso has comenzado a preparar tu trabajo de fin de grado. Sabes que solo en las ciudades las mujeres podéis acceder a la educación superior y al trabajo asalariado, mientras en las áreas remotas y aisladas del país las mujeres no pueden hacerlo, ni tener asistencia sanitaria. Fue en ese año cuando los EE.UU., como mediadores de las conversaciones de Doha, intentaron abrir un resquicio de esperanza para el futuro y dar espacio al optimismo, pero muy pronto todas las esperanzas se desvanecieron, porque el supuesto acuerdo de paz no fue más que un proceso de apaciguamiento del grupo terrorista. Un grupo que no cumplió ninguna de las promesas de esos acuerdos, y que, una vez liberados sus combatientes, detenidos por la comisión de graves delitos, tomó rápidamente el país.

Ya estamos en 2021, y estabas esperando poder defender en público tu trabajo de fin de grado, pero no pudiste hacerlo porque el Gobierno de la República Islámica de Afganistán cerró meses y meses la universidad, apelando al covid-19, cuando en realidad todo el mundo sabía que no podía estar abierta porque el avance de los talibanes era una amenaza para las estudiantes. Cuando cerraron tu universidad te fuiste a Kabul porque tu familia, como casi todas, se sentía amenazada, y porque creías que en Kabul podrías continuar tus estudios. Mientras esperabas, decidiste hacer algo que siempre te había gustado: aprender a pintar. En primero de carrera ya habías ido a un curso en Herat, pero lo dejaste la segunda semana porque el profesor te acosaba. En Kabul volviste de nuevo a clase a comienzos de agosto cuando se decía que muy pronto el ejército retomaría el control del país. Era una mentira como todo lo que decían los políticos, sean del grupo étnico que sean: todos eran corruptos y siempre mentían. Pero los que mienten mucho más son los que mandan más, y todos ellos pertenecen al mismo grupo, al grupo al que Occidente dio más apoyo y más dinero para combatir el terrorismo y para liberar a las mujeres.

Los políticos de tu grupo étnico han desempeñado un papel simbólico en el Gobierno, pero nunca pudieron tomar ninguna decisión, limitándose a cobrar del estado, a quedarse callados y empeorar el sufrimiento de la gente. Da igual el punto de vista desde el que lo mires porque el estado afgano, cuando existió, siempre trató a sus súbditos como hijos de un dios menor. Y así, mientras los talibanes y el ISIS atacaban a tu pueblo, el estado era flexible y tolerante con ellos. Por eso, el anterior presidente “a la fuga” nunca llamó a los talibanes terroristas y, lo que es peor, el anterior a él en el cargo los llamaba “nuestros hermanos airados”.

Fuiste a tus clases de pintura y tu profesor estaba muy contento con tus progresos, y por eso te sentías muy bien, pensando que quizás con los años podrías hacer realidad tu sueño de ser una pintora de verdad. Pero, claro, sueños como ése son los que siempre son irrealizables, y quizás por eso en la segunda semana de tu curso llegaron de nuevo los talibanes, y con ellos los días tenebrosos y las nubes amenazadoras. Ahora ya sabes que han vuelto y que nunca podrás volver a tus clases de pintura ni a tu universidad. Ahora son ellos los que gobiernan, tú eres una mujer y sabes que hay muchas cosas que nunca podrás hacer, y entre ellas están todos tus sueños y tu deseo de tener una vida digna y conseguir una buena formación. Y ya sabes que no eres más que una de los millones de personas que no podrán decidir lo que quieren que sea su vida.

Por las tardes, cuando vas a la panadería, ves las largas colas de gente sentada con sus carretillas, que alquilan para hacer portes, a cambio de una pequeña propina. Pero este año no han ganado ningún dinero, y por eso están allí sentados y en silencio, mirándose unos a otros. No piden nada, pero tú sabes bien que están ahí porque tienen hambre y esperan que alguien les ayude. Pero si les das una pieza de pan verás que no empiezan a comérsela, sino que se la llevan a casa, porque cada uno de ellos representa a una familia, a una familia casi siempre muy hambrienta. Ya eres lo bastante mayor para saber que Afganistán es el país en el que no existe la justicia y en el que las guerras y sus secuelas son casi infinitas. Dijo un militar inglés el pasado siglo que “los afganos solo están en paz cuando están en guerra”, queriendo justificar así el mal con este prejuicio racista de unos supuestos pueblos malditos, encaminados a su propia autodestrucción. Ese mismo prejuicio provenía de la India, cuando se decía: “teme igual la venganza de un elefante, una cobra o un afgano”. No es cierto que esto sea así y que todos los afganos sean iguales. Tú lo sabes, pero es esa violencia la que hace que no quieras vivir en ese país del que no puedes escapar.

Ya sabes que hace un año me fui del país previendo el retorno de los talibanes, y que lo hice entre gestos de incredulidad y benévolas falsas sonrisas para poder salvar a parte de mi familia, y también sabes que intenté ayudaros a ti y a tus amigas cuando enviasteis el primer SOS de las mujeres afganas ante la llegada de los talibanes, una semana antes de la caída de Kabul.

He intentado ponerme en contacto con diferentes ONGs para que incluyan tu nombre en las listas de personas que el Gobierno de España está intentando rescatar; un Gobierno al que debo mi seguridad. Dile que espere y que tenga paciencia, me dicen. Ya lo haces, esperando semana tras semana que España te permita algún día hacer realidad tu sueño de poder aprender a pintar, y a lo mejor, algún día, hasta poder hacer una exposición. Pero los días pasan y la espera se hace cada vez más larga.

Me preguntas si estoy seguro de que tu nombre está en la lista, e incluso si estoy seguro de que existe esa lista, y siempre te digo lo mismo. La vida ya no era buena antes de estar en la lista de espera, pero es todavía mucho más dura cuando te pasas el día esperando que llegue un e-mail que pueda salvarte de los horrores de tu país natal, y ese e-mail nunca llega. Y te preguntas: “¿y si me llegase esa notificación, qué podría hacer yo en España?”. Si estuvieses en España el viento haría ondular tus cabellos. ¿Podrías hacer real tu sueño de ser una pintora? No puedes saberlo, pero lo que sí sabes es que los días de los talibanes son mucho más oscuros que las noches.

Ésta ha sido la historia de Roya, una chica que tiene que ocultar su nombre. Cuando estaba a punto de graduarse en Herat tuvo que huir a Kabul con su familia. Es una de las firmantes del documento ‘Chamamento das mulleres afganas ás mulleres galegas’, publicado en EL CORREO GALLEGO, así como en el diario.es y en Postil Magazine en inglés. Actualmente está en espera de ser rescatada y traída a España.

02 nov 2021 / 01:00
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