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La desgracia de haber nacido: Afganistán

La infancia, como muchos otros hechos sociales, ha sido muy diferente según las circunstancias del tiempo y el espacio. Algunos historiadores como Philippe Ariès incluso han llegado a sostener que en realidad la idea de la infancia es una construcción social occidental de fecha relativamente reciente, pues hasta hace pocos siglos los niños eran considerados como adultos en pequeño y no como unas personas distintas, por estar viviendo las decisivas etapas de su desarrollo cognitivo, afectivo y personal. Quizás, por esa razón también podríamos decir que en Afganistán la infancia como tal sencillamente no existe.

Es verdad que las leyes establecen un límite que marca la mayoría de edad: 18 años para las mujeres y 16 para los hombres, pero en el mundo rural la edad a la que un niño pasa a ser considerado como adulto es mucho más precoz. A partir de los 6 o 7 años los niños ya son “pastorcillos”, queriendo decirse con ello que ya pueden llevar a los animales a pastar, si son varones. Cuando además un niño es ya capaz de guiar a su burro él solo, entonces ya es considerado un “hombre”, un adulto hecho y derecho. Las niñas, por su parte, comienzan muy pronto a realizar las labores de la casa, como cocinar, coser y ordeñar a los animales, pasando en ese momento a ser también consideradas ya como mujeres adultas. Pero no todos los niños son iguales; unos se convierten en adultos muy pronto y otros más tarde, porque no todos son capaces de llevar a cabo sus tareas a la misma edad. Por eso podríamos decir que hay niños que ya nacen siendo adultos, porque nunca tuvieron infancia, al haber comenzado a trabajar en una tierna edad.

La carencia de servicios sanitarios y las altísimas tasas de mortalidad infantil impulsan a muchas familias a tener muchos niños, porque así, si se mueren uno, dos o tres, aún quedarán otros que puedan reemplazarlos en los puestos de trabajo. Uno de cada 18 niños muere antes de cumplir un año. Esta es una de las razones que anima a fomentar la natalidad, pero no menos importante es la religión, que prácticamente obliga a tener muchos hijos, que serán casi siempre considerados como trabajadores forzosos, e incluso como una mera propiedad particular. Es cierto que muchos hijos son deseados y queridos, pero muy pocas familias pueden cubrir decentemente sus necesidades básicas. Por eso, a pesar de los límites que establece la ley, prohibiendo contratar a nadie antes de los 18 y cualquier tipo de trabajo antes de los 14 años, sin embargo el trabajo infantil es omnipresente. Pero, aún con eso, y con la ayuda de ese esfuerzo infantil, la mitad de las familias viven bajo el umbral de la pobreza.

En los últimos años la esperanza de vida infantil se había incrementado mucho, así como la esperanza de vida de las mujeres, en las zonas menos conflictivas y mejor comunicadas. Muchos niños pasaron a ir a la escuela, pero casi siempre ocurrió en las zonas de más fácil acceso. Pero tras décadas de guerra y conflictos todo el sistema de infraestructuras de Afganistán comenzó a quedar en ruinas y eso afectó sobre todo a los niños. Según UNICEF el 40% de los niños entre 1 y 2 años no han recibido ninguna vacuna. Una de cada tres niñas es casada antes de los 18 años, y dos de cada cinco niños no recibirán educación alguna. Por otra parte uno de cada cuatro niños sufre malnutrición crónica, y la progresiva destrucción del sistema educativo ha dejado sin escolarizar a 3.700.000 niños, el 60% niñas.

La miseria ha llevado al incremento de la drogadicción, que alcanza al 20% de la población, y de entre estos drogadictos un millón son niños. Ese fenómeno no es más que una pequeña parte de una sociedad y un sistema político minado por la corrupción. A pesar de que en los 20 años de intervención los EE.UU. y la comunidad internacional regaron Afganistán de miles de millones de dólares para invertir en educación y desarrollo, el gobierno los ha desviado sistemáticamente, apropiándoselos de un modo descarado. Así crean escuelas en el papel, sin edificios, material educativo y prácticamente sin profesores. Son verdaderas “escuelas fantasma”, con “profesores fantasma”, cuyas nóminas registradas en la contabilidad se desvían hacia las cuentas bancarias de los altos funcionarios.

A consecuencia de la pobreza el 20% de los niños comienzan a trabajar entre los 5 y los 6 años. El fenómeno es diferente en la ciudad y en el campo. En el mundo rural el trabajo agrícola impide el acceso de los niños a la escuela, o lo hace muy discontinuo. Si los campesinos son propietarios más o menos acomodados, y viven en una zona pacífica, pueden llevar su vida adelante y, aunque no sean muy ricos, ser relativamente felices. En esas aldeas, a pesar de que casi no existen infraestructuras educativas ni servicios de salud básicos, los niños van a unas escuelas que en muchos casos no son más que una tienda de campaña con una pizarra, unos pupitres y unos pocos profesores. Allí, aunque los niños trabajen la mayor parte del día, sin embargo, aún tienen tiempo suficiente para aprender y jugar.

En las ciudades, que han soportado un gran éxodo rural en los últimos años, la situación de los niños es muy vulnerable. Su explotación sexual se ha difundido con la práctica del bacha bazi, mucho más común en el norte y sur del país, que consiste en obligar a los niños a vestirse de niñas, para ser usados como objetos sexuales por parte de los funcionarios del gobierno y los señores de la guerra; y por otra parte la explotación laboral de los mismos se lleva a cabo en condiciones de extrema dureza. Súmese a ello que en las provincias del sur, dominio casi exclusivo de los talibanes, los niños son reclutados como soldados y enviados al combate, o bien utilizados en el trabajo forzado de la fabricación de ladrillos y tapices. Los más afortunados trabajan como niños de los recados en las tiendas, o como soldadores, carpinteros, tejedores, zapateros y aguadores, y como cazaclientes para los taxistas.

La pobreza es el problema principal, pero no el único que sufren los niños, porque desde hace veinte años los talibanes están destruyendo y quemando cientos de escuelas, sobre todo las de las niñas, para convertirlas en bases militares. La tolerancia del gobierno afgano para con ellos empeora aún más esta situación. El problema de las escuelas es que en muchos casos no tienen ni profesores ni ningún medio material que puedan utilizar los niños. En ellas el castigo corporal está muy generalizado en muchas partes del país, y es la violencia que los niños sufren con ese castigo la que los convertirá en seres violentos generación tras generación.

Solo entre las clases altas y medias los niños pueden dedicarse a estudiar. En el resto de la población estudian y trabajan a la vez, o solo trabajan, viviendo en el límite de la supervivencia. Es muy importante poner de manifiesto que muchos niños hacen ímprobos esfuerzos para poder estudiar, sea como sea, en unas circunstancias anómalas sin condiciones sanitarias y sometidos al abuso y a la explotación. No deja de ser curioso que estos niños, que han dejado su sudor y su sangre en el estudio, obtengan en los exámenes de ingreso en la universidad calificaciones más elevadas que las de los niños que únicamente se han dedicado a estudiar.

Ser un niño en Afganistán, uno de los peores países en los que alguien puede nacer, no tiene nada de placentero ni de agradable. Por el contrario, puede ser extremadamente doloroso. Decía un niño de la calle en Herat que lo mejor que le podría haber ocurrido “era no haber nacido”. Tras veinte años de ayuda internacional, el hambre está cada vez más difundida en el país, y a ella se unen la violencia y el terrorismo, que están cerrando los caminos del futuro de todo el país, pero sobre todo de unos niños y niñas que no pintan nada en esta guerra pero que son sus principales víctimas a lo largo de tantos años de violencia. Solo queda la esperanza de que a pesar del ambiente totalmente corrompido de este país, y superando miles y miles de dificultades, en el futuro los niños florezcan como lotos.

29 jun 2021 / 01:00
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