Saltar al contenido principalSaltar al pie de página

Chove en Santiago

Llueve en Santiago, y la piedra parece despertar de un sueño antiguo.

El suelo del Obradoiro brilla como un espejo roto.

Chove en Santiago

Chove en Santiago / Jesús Prieto

Llueve en Santiago, y la piedra parece despertar de un sueño antiguo. Cada gota resbala por los muros como una caricia lenta, como si el cielo acariciara la memoria de la ciudad. En los soportales, los peregrinos se agrupan, envueltos en sus capas, en sus mochilas húmedas, en el silencio compartido que solo nace después de un largo viaje. No hay prisa, no hay destino más allá de este instante detenido entre la lluvia y la historia.

Frente a ellos, la catedral se alza solemne, cubierta de un resplandor dorado que el agua no apaga, sino que multiplica. Las torres, esbeltas, se disuelven en la bruma y el manto de agua que los envuelve. Los santos parecen llorar con el cielo, y las campanas, cuando suenan, llevan en su eco el temblor del alma gallega. Santiago entera respira bajo la lluvia; huele a piedra mojada, a incienso antiguo, a pan recién hecho en alguna tahona cercana.

Un espejo roto

El suelo del Obradoiro brilla como un espejo roto. Allí se mezclan las pisadas de los que llegan con las de los que se fueron hace siglos. Es un suelo de cansancio y gratitud, de promesas cumplidas y lágrimas discretas. Algunos peregrinos se abrazan, otros simplemente miran en silencio, conscientes de que algo en ellos ha cambiado para siempre. La lluvia les cae sobre el rostro como una bendición que no necesita palabras.

Desde el refugio de piedra, una mujer observa la fachada de la catedral con los ojos llenos de agua —de lluvia, o tal vez de emoción. Ha caminado muchos días, arrastrando los pies entre montes y pueblos, siguiendo la línea invisible del Camino. Y ahora que la meta se alza ante ella, siente que lo importante no es llegar, sino detenerse a mirar cómo el cielo llora con ternura sobre Santiago.

Un andaluz que se enamoró de Santiago

Lorca lo sabía cuando escribió “Chove en Santiago”: que la lluvia aquí no moja, sino que revela. Que hay una tristeza luminosa en este norte del mundo, una melancolía que no entristece, sino que abraza. Cada gota es una nota, un verso, un fragmento de oración. Bajo la lluvia, todo cobra sentido: el cansancio, el silencio, la espera.

Los peregrinos, inmóviles en la penumbra de los soportales, parecen custodios de una escena eterna. No hay turistas, ni cámaras, ni ruido que perturbe el instante. Solo el murmullo del agua cayendo sobre la piedra centenaria y el rumor de las voces bajas, como si cada palabra temiera romper la magia. Santiago, en esos minutos, deja de ser una ciudad: se convierte en un sentimiento.

Olor a mar

El viento trae olor a mar, aunque esté lejos. Las gaviotas se confunden con la niebla. En algún lugar, alguien canta una melodía lenta, casi un lamento, y su eco se mezcla con el repiqueteo de la lluvia. Todo se funde en una armonía suave, gallega, profundamente humana.

Y cuando por fin la nube se disuelve y un rayo tímido de luz cae sobre la fachada, los peregrinos dan un paso al frente. La catedral brilla como si fuera nueva, lavada por la lluvia y por la fe de quienes la miran. Nadie aplaude, nadie celebra: solo se escucha el sonido del agua goteando, constante, sagrado.

Chove en Santiago

Chove en Santiago / Jesús Prieto

Llueve en Santiago, sí. Pero también florece. En cada corazón que se detiene bajo sus arcos, en cada mirada que se eleva hacia sus torres, algo renace. La lluvia deja de ser lluvia: se vuelve consuelo, canto, memoria. Y la ciudad, empapada y eterna, sigue ahí, guardando en su piedra el secreto de todos los caminos que a ella conducen.

Tracking Pixel Contents