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Camino de Sar

    El gozo de llegar a casa no te libera de las espinas, sobre todo cuando son recientes. El Apóstol nos bendijo con un sábado tan luminoso como fresco. Las nieblas sobre el Ulla, a su paso por Vedra, se divisaban por debajo de los ojos. La memoria de Cajaraville, cuyo aniversario se celebrará el sábado, había descendido hasta abrazarnos a todo el grupo, más de cuarenta. Flores frescas y olorosas adornan su nicho en Lestedo, perfumadas como el amor que desparramaba. Por fin, el café de Glendis Laura nos puso en marcha por sendas de concentración parcelaria camino de la ermita de Santiaguiño.

    Bordeamos las viñas de una subzona de Rías Baixas; adelantamos a Roberto y María, ourensano y rumana que viven en Monforte, desde donde vienen haciendo el Camino de Invierno; y ya estamos al pie del Pico Sacro, cuyo ascenso obviamos, aunque algunos lamentamos no subir a la cumbre para contemplar los horizontes de Santiago. Tras pasar por delante de Villa Irene y la hacienda familiar de los Viaño, llegamos al bar de Carmiña, junto al albergue Raíña Lupa. Aquí, en la propia carretera de Ourense, estampamos en nuestra credencial jacobea el último sello en ruta.

    La montaña rusa de subidas y bajadas, la vía tradicional del tren y las pistas por Marrozos trazan ahora el itinerario con el sol calentando nuestras espaldas. Escucho con atención las historias de Alain, un peregrino francés de 77 años. En la ermita de Santa Lucía, siempre cerrada a cal y canto, me despojo de alguna ropa y rebusco mi soledad. Las mujeres trabajan en el campo, recogiendo hierba, grelos y brécol. Con el imponente viaducto de O Eixo al fondo, Josefina se despide de Carmen, porque tiene que hacer la comida. La una de la tarde está al caer, como el peso de los recuerdos que me invaden bajo las sombras de los robles.

    En el cruce de Picaños Isaura me da las buenas tardes y, más abajo, me sale al encuentro Rubén, que abrió allí su propia peluquería hace tres años. Los coches en la explanada de la Colegiata de Sar afean el monumento de los contrafuertes. Pero don José, afectuoso como siempre, nos pone el sello de la parroquia en tinta azul, mientras Albertina nos invita a pasar al claustro y a la iglesia donde se casó Moncho, el nuestro, claro está. Este camino termina para mí en el número 17 de Pérez Costanti, la calle donde crecí.

    Atrás mora el tránsito por debajo de la autopista y por encima de la catenaria, invadido por las almas que se quedaron en la fatídica curva de A Grandeira, entre ellas, Karmele, Fabio, Patricia, Curro... Este tramo peregrino se ha convertido en el camino del calvario, al tiempo que asaltan mi corazón las vidas de Ana –mi hermana–, Nena –mi tía– y Alejandro –mi amigo–. Sentado en la huerta de enfrente, con los rayos en la cara, un vecino observa cómo pongo los dedos en la alambrada del puente, cual si fuese el parteluz del Pórtico de la Gloria. ¡Por los clavos de Cristo!

    16 nov 2021 / 01:00
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