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De cifras y clavijeros ... a Clavijo

Parece que no hacen nada y, sin embargo, son los que más trabajan. Así son los instrumentos encargados de sostener la melodía. Decimos que hacen “el bajo continuo”, “acompañamiento”, el “continuo” o “bajo”, como aparece indicado en las partituras y otros papeles de su era dorada.

Quienes hayan ido a un concierto de música barroca habrán observado -son bien notorios- cómo el arpa, el laúd, el fagot, el violón, el contrabajo, el clave o el órgano y otros instrumentos, se mezclan con la masa y semeja que su sonido se diluye, sin que podamos seguirles la pista. No es cierto, son apariencias.

No son instrumentos «cantarines» ni de los que hacen arrebatados solos y pasajes virtuosísticos en esas tesituras, pero ¿qué sería de tanto repertorio si nos faltasen y no pudiéramos disfrutar del resultado de su engranaje/camuflaje con otros concertistas?

Pensaba en esto mientras escuchaba uno de esos conciertos de los que quedan en medio de la maraña ultramoderna y más sonada de ahora (Eurovisión incluida). No digo “«mal sonada», sino diferenciada en extremo a la que estoy más habituada.

Al tiempo recordaba la salida de un alumno que -siempre pensé que inocentemente- me preguntaba ante una pieza musical antigua: ¿Ese ruido continuo, es del chelo o del contrabajo? Razón no le faltaba. Había un sonido -bien calificaba él de “ruido”- en aquella audición y no era un “bajo continuo”. ¿Qué pasaba? Era una obra escuchada mediante un viejo reproductor de casete compacto. El zumbido se producía por el desgaste de la cinta magnetofónica, muy trillada de tanto hacerla dar vueltas en aquellos aparatejos que tuvimos en el siglo pasado.

En ese concierto en el que rememoraba este peculiar percance, una vez más caí en la cuenta -y espero que los asistentes también lo hiciesen- de que, si no fuera por los pocos instrumentos que había en el estrado, los solistas y el coro no hubiesen cantado de igual modo.

Eran cuatro nada más: un violón, un contrabajo, un órgano y un clave. El abnegado teclista se desvivía, repartiéndose para turnarse entre los dos últimos y lo hacía como si nada pasase. Menos mal que tuvo su momento de gloria pues, tocando en ambos teclados por separado un par de piezas -un regalo para los asistentes- quedó evidenciada su maestría, también en solitario. Sonoros aplausos sacudieron el recinto y el director de esta minúscula orquesta, en ese crucial momento, dejándolo ir a su aire, hizo como suele hacerse: esperó a que finalizase y fuese ovacionado. Y es que era entonces el auténtico protagonista.

¡Qué poco agradecidos somos con los músicos que hacen el «bajo»! Sesudas disquisiciones y reflexiones han sido, y siguen siendo, métodos de búsqueda habituales para conocer cómo realizar mejor esta faceta. Lo tienen complicado puesto que los manuales son parcos a la hora de ofrecer datos. Es la práctica, con su oficio y arte, la mejor manera para desarrollar ese despliegue de acordes según el estilo y la estética de cada época, e incluso, de cada país o maestro.

J. López-Calo, fuente sobradamente autorizada, trató de aclarar dudas sobre lo que califica como uno de los puntos más difíciles de la música barroca española. Las partituras están como encriptadas (¡cifradas!) y, a mayores, conducen a confusiones porque, como señala Calo: por una parte, casi no se concebía, sobre todo en la época áurea del estilo barroco, una composición sin el acompañamiento continuo, y, por otra, los numerosos datos sobre él, tanto literarios como musicales, no sólo dejan a uno perplejo en muchos puntos importantes, sino que hasta aparecen contradictorios a veces.

Este galimatías duró en la música sacra de España más que en otras partes de Europa, llegando hasta bien entrado el s. XIX en algunos géneros musicales.

En cuanto a las ejecuciones del bajo, aunque este solía ser simple, a base de acordes sencillos, podía complicarse. Valga apuntar que el tratado teórico más completo de España sobre este tema, obra del madrileño Joseph de Torres (1ª ed., 1702), incluye el copioso apartado «Advertencias que deben observar los que acompañan».

En Santiago, por ej., el maestro Ramón Palacio (Zaragoza 1794-Santiago 1863) lo usa sin descanso, incluso siendo coetáneo de Rossini, músico ya romántico.

A este maño afincado en Compostela le debemos varias obras dedicadas al Apóstol, en latín y en castellano. Entre ellas se conserva un brillante Motete para la Aparición de Santiago Apóstol en Clavijo, fiesta que se celebra cada 23 de mayo para conmemorar esa batalla, puesta en solfa, pero bien aprovechada durante siglos para hacer valer la primacía de la catedral compostelana.

Hoy para muchos, como el «bajo continuo», pasa desapercibida incluso en nuestra propia ciudad, aun siendo una de las tres grandes celebraciones relacionadas con Santiago, junto con la Festividad de la Traslación (30 de diciembre) y la del Día del Patrón de España (25 de julio).

06 jun 2022 / 00:00
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