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De Viena a Compostela por la senda del chocolate

Cada cambio de estación supone un revulsivo, una alteración atmosférica que a todos afecta. Se nota en la vestimenta, en los horarios y hasta en la mesa. Es momento de despedirse de algunas cosas para poder emprender o retomar otras.

Con ese título, Farewell, se conoce la Sinfonía n. 45 del vienés F. J. Haydn (1732-1809). Fue compuesta cuando, según marcaba el contrato, los músicos de Nikolaus Esterházy deseaban retornar a sus hogares, pues la estancia se estaba alargando en demasía en el palacio estival, sin ver a sus mujeres e hijos.

El dato es verídico, aunque de ahí surgieron diversos modos de verlo. Para unos, Haydn, cual activista sindical, quiso protestar por los músicos despedidos de la orquesta de tan noble mecenas. Para otros, fue el propio Haydn, cansado de tanto montaje para distraer al personal, quien decidió componérselas con su peculiar humor y dar a entender su propósito.

Sea como fuera, La despedida es una sinfonía con un final sorpresivo. El cuarto movimiento comienza con brío, pero discurre de modo inusual. Después de un silencio nada habitual, retoma la serena melodía, mientras los músicos, uno tras otro, a cuentagotas van desapareciendo de la orquesta, hasta quedar solo un músico. Un sutil modo de decir: ¡vayámonos con la música a otra parte que aquí ya sobramos todos!

Los adioses y reencuentros del otoño también tienen un sinfín de feitizos. Entre ellos, los culinarios. Que lo digan este año los lalinenses que toman su cocido en casa, empalmando casi con la nueva matanza.

Para los más dulceros es época de reencontrarse con un buen chocolate, a la taza o en tableta. Introducido en Europa a lo largo del s. XVI a través de España, su consumo se propagó con rapidez. Incluso los monjes hallaron en este exótico producto un modo de resarcirse de los rigores del ayuno.

Al principio, en bruto, su sabor no era grato. Y no es de extrañar porque ahora que suele ir aderezado de azúcares o edulcorantes, a personas de cierta edad les cuesta todavía paladear los insípidos chocolates negros o con 0% azúcares añadidos. Lo dicen octogenarios que consumieron mucha cascarilla, tan asequible como amarga, en momentos en que el azúcar era todo un lujo.

Los pros y contras del chocolate generaron tanta literatura y cuento añadido (películas, libros, comics, canciones) que más vale no dedicarle demasiado tiempo y disfrutar de él, solo, acompañado de frutos, confituras y mieles, o con bizcochos o churros.

Para iluminarnos, un galeno compiló el Tratado de los usos, abusos, propiedades y virtudes del tabaco, café, té y chocolate. Extractado de los mejores autores que han tratado de esta materia, a fin de que su uso no perjudique a la salud, antes bien pueda servir de alivio y curación de muchos males (A. Lavedan. Madrid, 1796). Quien quiera leerlo, se halla en la biblioteca universitaria de Santiago.

Con todo, su consumo creció en el s. XVIII, introduciéndose en la dieta gallega, como alimento exquisito para bolsillos opulentos, aunque poco asequible para los menos afortunados. En el XIX se hicieron chocolates -o pseudo tales- más baratos que dispararon su uso y empezaron a ser parte de la repostería casera e industrial, apareciendo en confiterías y pastelerías en forma de bombones, coberturas, rellenos, etc., tal como se lee en los periódicos locales. En Santiago, La Dulce Alianza de la rúa del Villar es ejemplo de cómo J. M. Blanca tenía su mercancía, además de difundir su Manual del repostero doméstico: trescientos sesenta y cinco recetas para hacer platos de postres, o sea para cada día del año (Madrid, 1866).

En las casas de hidalgos y burgueses y en sus espacios de sociabilidad (teatros y salones ubicados en Hospitales de Caridad) se introdujo en la carta/menú de entonces. Su precio era el doble de una taza de caldo y tanto como una botella de vino común del mejor Ribero. Como las sesiones se alargaban hasta la madrugà, quizás diese tiempo a tomar de todo.

Por entonces, Hadyn no conocía la difusión de su Farewell. Ni siquiera el goloso pastel vienés con origen en 1832: la Tarta Original-Sacher o su prima hermana la Tarta Eduard-Sacher.

Hoy podemos gozar de ambos deleites. La Sacher, con sus dos versiones, en confiterías de nuestras ciudades. Los Adioses, en eventuales o virtuales conciertos, o ejecutada por la Sinfónica de Berlín observando la teatral faciana de un Baremboim que es todo un poema, pero pocas veces defrauda.

Por ahora, adioses para todos y buen provecho, al estilo vienés o gallego, con una filloa “rechea” de chocolate, “feita a man”, sin escrutadores jueces de MasterChef que estropeen el dulce y reparador momento.

¡Vámonos, con música y chocolate a otra parte, al estilo haydniano o compostelano donde todo es arte!

03 oct 2021 / 01:00
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