Del hombre terreno al celestial

ACONTECE con los hombres que, al nacer y vivir en la tierra, lo más espontáneo es tener criterios y pronunciamientos terrenos. De hecho, los bienes de este mundo nos estimulan y nos inclinan a gozar de ellos. Sin embargo, los que hemos conocido a Cristo no podemos dejarnos llevar de las atracciones mundanas: aunque los bienes terrenos nos motiven, hemos de imitar a Cristo, que pasó por el mundo haciendo el bien. El ejemplo de Jesús ha de llevarnos a ser más bien altruistas que egoístas, a usar de los bienes del mundo pensando en los más desfavorecidos, siendo dueños de esos bienes, mejor que esclavos de ellos.

La 1ª lectura de la Misa de esta tarde y de mañana presenta a David perseguido por Saúl. En una situación en la que David tuvo en sus manos el terminar con la vida del rey que buscaba su muerte, no quiso hacerlo, pues no consideraba digno de un hombre de bien el atentar contra el Ungido del Señor. Prefirió adueñarse de una lanza con la que el rey se defendía, y gritarle desde lejos que enviara a uno de sus lacayos a recogerla.

San Pablo tiene en cuenta el paso del hombre terreno, creado como ser vivo, al del “segundo hombre” -Cristo-, constituido en espíritu que da vida. Nosotros, que somos imagen del hombre terreno, debemos pasar a reflejar, siguiendo los criterios de Cristo, la imagen del hombre celestial.

El Evangelio nos exhorta a amar a los enemigos, a hacer el bien a los que nos odian, y a bendecir a los que nos maldicen, orando por ellos. En caso contrario, si amamos solo a los que nos aman, no tendremos ningún mérito, pues algo semejante hacen también los pecadores. Hemos de amar a los enemigos, si queremos ser hijos del Altísimo, que es bueno incluso con los malvados y desagradecidos. Hemos de perdonar para ser perdonados, y dar de modo que Dios nos dé, pues la medida que usemos con los demás la usará el Señor con nosotros.