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El limpiabotas filósofo (*)

MI AMIGO, el limpiabotas del aeropuerto de Lavacolla de Santiago de Compostela, es un hombre de mediana estatura, tirando a más que a menos; de unos sesenta y bastantes años de edad; ojos azules, no grandes; pelo liso, bastante bien conservado por lo que respecta a extensión y cantidad, tirando ligeramente a pelirrojo, muy repeinado, con raya al lado; nariz grande, quizás su elemento más característico, granulada; talante amable, y portador frecuente de chaqueta de punto, grisácea, amplia, abotonada en toda su extensión y con bolsillos laterales sobrecargados de sabe Dios qué.

Limpiabotas, se da brillo, limpiabotas, se da brillo..., lo dice sin mucho entusiasmo, sin estridencias en el timbre de voz. Tiene sus clientes, sus fieles, los conoce incluso por su nombre y, la mayoría de los que reclaman sus servicios, saben el suyo. Él se mantiene al acecho, observa, hace su trabajo, pero tan pronto como vislumbra una oportunidad, saca a relucir sus amplios conocimientos de lector empedernido, de lector que se sabe el contenido de páginas enteras de memoria, de lector, esto es lo que más puede sorprender, capaz de aplicar a las circunstancias de la vida lo que otros han reflejado en sus obras. Lee y sabe leer.

Alfonso llegó tarde a los libros, después de pasar por el hospicio, el reformatorio y la Legión. La enfermedad le robó un hijo, la maldita leucemia, tenía diez años; todos los días habla con él. Incluso con él mismo la muerte lo intentó más de una vez. Pero insiste, merece la pena vivir. Toda una filosofía, la filosofía del buen talante, del sentirse feliz mientras haya posibilidad de seguir trabajando para los suyos, para su mujer (la única que conozco, dice) y para sus hijos.

Ha leído a Platón, Séneca, Aristóteles... y a muchos de los actuales. ¿Ha leído El código Da Vinci, me pregunta? Le resultó entretenido. Como yo no lo compré por eso de que no era alta literatura, le demando de qué va el argumento. Me destaca que la Iglesia y el Opus no salen bien parados, que tiene suspense y que por eso no debe darme más detalles, por si me decido a leerlo. Termina haciendo un resumen perfecto, que para sí quisieran muchos entendidos de las letras.

Añadamos a lo anterior, las múltiples anécdotas que le han sucedido a lo largo de su vida. Entre otras, cuentan que un día les limpió los zapatos a dos italianos, padre e hijo. Atendió al primero de ellos que, al terminar, advirtió a su vástago sobre los amplios conocimientos que tenía de su país el limpiabotas. Al hijo, que por cierto era embajador, no le quedó más remedio que acabar reconociéndolo. Cuando fue a pagar el correspondiente servicio, fue advertido de que su padre ya se le había adelantado. Aun así, echó la mano al bolsillo interior de su chaqueta, cogió su cartera y extrajo de ella un billete de los grandes y procedió a entregárselo a Alfonso diciéndole: “Señor, este dinero no se lo doy yo, se lo da Italia”. En fin, cosas de mi amigo, el último limpiabotas y casi el último filósofo, que gracias a la experiencia de la vida sabe muy bien a dónde va y de dónde viene, como muchos gallegos.

* De mi libro El centeno nace bajo el invierno, 2005

28 abr 2020 / 23:58
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