La mansedumbre del rey mesiánico

VIVIMOS una sociedad en la que algunos consideran que, para reivindicar su razón, tienen que levantar la voz; otros buscan puestos de poder para ejercerlo, frente a otros más débiles; a otros les falta tiempo para exigir el ser reconocidos, con la expresión “Vd. no sabe con quién está hablando”; en fin, otros se valen de sus amistades para conseguir lo que ante el tribunal no han conseguido lograr. Sin embargo, ¿quién será el más grande en esta vida? Sin lugar a dudas, el humilde, el cordial, el acogedor, el sencillo, el afable, el que tiene espíritu de pobre, el que ama a todos, como manda Jesús.

La 1ª lectura de la Misa de esta tarde y de mañana, tomada del profeta Zacarías, muestra la entronización de un rey, que no se dirige a Jerusalén montando un carro de combate, sino un humilde asno. La gente lo aclama, pues con su mansedumbre destruirá los arcos de Efraím y romperá los arcos guerreros, para anunciar la paz a todas las naciones.

El Evangelio de San Mateo recoge palabras del Maestro. Jesús se explana, alabando al Padre por haber escondido muchas cosas a los sabios y entendidos y habiéndoselas revelado a la gente sencilla. También aprovecha Jesús para llamar y que vengan a él los cansados y agobiados, pues él los aliviará. Si cargamos con su yugo y aprendemos de él, que es manso y humilde de corazón, encontraremos descanso, pues su yugo es llevadero, y su carga ligera.

San Pablo contrapone la carne al espíritu, de suerte que optemos por vivir en el Espíritu y no llevemos a cabo las obras de la carne. Si el Espíritu que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en nosotros, el que resucitó de entre los muertos a Jesús vivificará nuestros cuerpos mortales gracias a ese Espíritu que habita en nosotros. El hombre cristiano está en deuda, pero no con la carne –para vivir carnalmente-, sino que, si con el Espíritu da muerte a las obras de la carne, vivirá.