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Los Concheiros: historia de un pavimento megalómano

Corría el mes de marzo del año 2020 de nuestra era cuando una plaga que ya no se consideraba posible, por ser las plagas cosa más bien de la Edad Media, una época muy apreciada en nuestra ciudad de Santiago, nos metió en un estado de alarma sanitaria, que más parecía un estado de guerra, y cuyos abusos normativos va desmontando poco a poco el Tribunal Constitucional. Por aquel entonces parecía que se estaban iniciando las obras de la reforma de la Rua dos Concheiros, de la que quién esto escribe fue vecino, y que sigue transitando cuatro veces al día, al ir y venir de su trabajo. Sólo lo parecía, porque en ese momento solo se podía salir a la calle si uno iba acompañado por un perro, en calidad de tutor del ciudadano transeúnte, o si se iban a hacer compras de primera necesidad alimenticia o esenciales para la salud, como lo eran el comprar tabaco e ir a la farmacia. Y también se podía comprar el periódico y sacar la basura.

Los Concheiros de aquel entonces eran lo que siempre habían sido: una modesta calle, o barrio, en la que vivían unas personas y otras trabajaban, ejerciendo sus oficios o atendiendo sus negocios. La calle en la que vivían eran parte de su vida, como todas las calles que tienen una vida propia y se diferencian de las anodinas calles de los centros de las ciudades, que no se pueden identificar con nadie en particular, porque por ellas circula todo el mundo. Eso eran y son calles como los propios Concheiros, la Rua de San Pedro, el antiguo barrio de Conxo, San Caetano y tantas otras. Calles para vivir y para transitar, que deben estar al servicio de quienes en ellas residen, pues todos contribuyen al mantenimiento de su ciudad.

Se acabó la primera etapa de la famosa pandemia, la gente volvió a salir a la calle, incluso sin perro, y sin tener que medir la distancia que la separaba de su casa, ni tener que justificar el paseo de sus hijos, y así poco a poco, o más bien poquísimo a poquísimo, pudimos los humildes transeúntes y habitantes de los Concheiros y ruas aledañas asistir al asombroso espectáculo de la ejecución de unas obras de reforma, basadas en un proyecto poco funcional, retórico, y llevadas a cabo dando la impresión de que no importan ni el tiempo ni el presupuesto. Y en las que además no parece haber planificación ni dirección de obra, pues se hacen unas cosas para deshacerlas a la semana siguiente. Y sobre todo se hacen de un modo tal que se da la impresión de que la calle no es importante en sí misma, sino sólo parte del decorado de un espectáculo, ni que nada importan la dignidad ni el respeto a las personas, muchas de las cuales son de avanzada edad, pues a veces es casi imposible caminar entre senderos y vericuetos que parecen hechos al buen tuntún y cambian por horas.

No cabe duda de que por los Concheiros y la Rua de San Pedro se accede al casco histórico, pero hay que tener los pies en la tierra, cosa que en Santiago practican, al parecer poco, los señores regidores municipales para ver lo que esas calles son realmente, y no construir un discurso pseudo-estético sobre la visión que los peregrinos han de tener al acercarse a nuestra ciudad, que contrasta de modo rotundo con lo que pueden ver y con lo que en realidad quieren ver, que fundamentalmente es la catedral y su entorno.

Hay una clase de arte en las que los autores necesitan explicar lo que han hecho, lo que está en contra de la propia naturaleza de la obra de arte. Las artes poseen una naturaleza propia, y no se basan en las abstracciones ni los conceptos generales, sino en la percepción sensorial e intelectual, que nos permite apreciar su valor y disfrutarlas. Si escucho música siento que me gusta o no me gusta, que me dice algo o no me lo dice, y lo mismo pasa con una película o una novela, un cuadro, un edificio un paisaje. Las artes se sienten o no se sienten, pero ello no quiere decir que no sea bueno ni necesario estudiar historia del arte, música o literatura para poder apreciarlas mejor. Es evidente que es así y que a veces no es fácil poder disfrutar de algunos placeres estéticos.

Pero la educación tiene siempre unos límites y hay cosas que, si necesitan ser explicadas o re-explicadas es porque van en contra del sentido común, o contra nuestros sentimientos más profundos o las ideas y principios que, de un modo u otro, todos compartimos. Los historiadores del arte nos explican como en la Edad Media, y esto viene a cuento en una ciudad que posee el Pórtico de la Gloria, ni más ni menos, la escultura de los pórticos era la Biblia de los pobres. La inmensa mayoría de la gente no sabía leer y por eso su acceso a la religión y la historia sagrada solo era posible mediante la predicación o la contemplación de las imágenes, que en una gran catedral podría llegar a cientos, si tenemos en cuenta sus altares, capiteles, vidrieras, etc.

A esa necesidad de hacer Biblias de los pobres debemos las obras maestras de la escultura medieval, que siempre se hacía por encargo, de un cabildo, por ejemplo, que fijaba el programa iconográfico a seguir, partiendo naturalmente de los textos del Antiguo y el Nuevo Testamento. Pero ya no estamos en la Edad Media, y por suerte casi toda la población sabe leer y tiene medios para entender las cosas sin necesidad de eso que ahora los políticos llaman inadecuadamente” hacer pedagogía”, pero que siempre se llamó hacer propaganda. Por eso cuando algo choca contra el sentido común la gente se da perfectamente cuenta de que no tiene sentido, se diga lo que se diga y lo explique quién lo explique.

Todos sabemos que en algunos restaurantes carísimos los chefs explican a los clientes los platos, antes de que se los coman. Como si la gente ni supiese comer ni distinguir los sabores. De lo que se trata es de que el cliente se trague, no el plato, sino la factura que lo acompaña, y de que no pueda decir que no le gusta, para no quedar como una persona tosca o poco distinguida. Por suerte la gastronomía gallega se basa en todo lo contrario, en la calidad de los productos por sí mismos y no en sus disfraces ni “programas de mano”, que los acompañan, como los que se dan a los espectadores cuando asisten a una ópera. En política no hay programas de mano, sino programas electorales, que explican a los ciudadanos como se pueden hacer reales sus derechos de un modo mejor. Y esos programas, se cumplen o no se cumplen, y es en eso en donde se puede ver la solvencia de los políticos.

Las obras de los Concheiros se han hecho con un programa de mano, porque se basan en un discurso falso y se han pensado para el servicio de unos peregrinos que llegan a Santiago y no para el bien de Santiago y de sus vecinos. Y como nunca se ha pensado ni en la vida real, y quizás ni siquiera en la dignidad de las personas que llevan año y medio asistiendo a un bochornoso espectáculo, por eso ese programa de mano roza los límites del ridículo, como todo aquello que niega de modo palmario la realidad.

Llegan nuestros peregrinos, más contentos que extasiados, a nuestra ciudad, tras sus jornadas más o menos largas del Camino. Y lo que podrán apreciar, una vez finalizada la faraónica obra, es el trasfondo de las fachadas de muchas casas de la rua Rodríguez de Viguri, construidas hace muchos años con una calidad baja, como se hacía en aquella época y muy mal conservadas, ya que ni siquiera se exige el mantenimiento de unas fachadas muchas veces imposibles de redimir.

Vistas las fachadas, el peregrino atravesará una especie de plaza, que no es una plaza, ni tampoco una rotonda en la que automóviles y peatones se disputarán el paso, con más peligro para los segundos que los primeros. Y podrá observar el asombrado peregrino que los dos elementos que dan valor estético a un pavimento, que parece no estar pensado para transitar, son el asfalto y el hormigón, de gran uso en Santiago desde tiempo de Gelmírez. De asfalto es la calzada y de asfalto las aceras, cruzadas por franjas de hormigón salteadas de árboles que no dan sombra a nadie, ni tampoco consiguen ocultar esas fachadas, testimonio del urbanismo que nunca debió existir. Se pule el asfalto de las aceras para que no sea negro, pero cuando llueve lo vuelve a ser, y además son tan anchas que no se sabe si son aceras o calzadas, razón por la que los automovilistas ya aparcan en ellas en batería.

Todo es liso, casi parisino ha dicho nuestro alcalde, tan liso que no tiene sentido, y la gente lo vive y lo sabe porque sabe lo que es una calle y por dónde pisa. Cuando se acabe la obra y deje de haber vallas por doquier y la gente pueda ir y venir por la misma ruta en una mañana, cosa que ahora es imposible, las casas de los Concheiros serán las mismas, pero algunos negocios habrán cerrado y la calle no mejorará la vida de los vecinos, porque solo se ha pensado como parte de un espectáculo.

Llegó nuestro alcalde a su puesto tras otro que se hizo tristemente famoso por los baches en el pavimento, por eso lo primero que hizo fue asfaltar por doquier donde hacía falta. Pero ambos parecen tener un defecto en común, que es superponer un discurso a una ciudad en la que vivimos y trabajamos personas y que por eso podemos considerar como nuestra. Por eso, como otras tantas personas le digo al señor alcalde, en inmortal frase de Berlanga que: “nos debe una explicación y que, como nos la debe nos la tiene que pagar”.

08 nov 2021 / 01:00
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