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DE LEÓN A PONFERRADA. Crónica peregrina de Manolo Fraga (III). La montaña sustituye a los campos subiendo a Rabanal y Foncebadón desde Astorga // Ángel es un murciano de 58 años que vuelve al Camino por quinta vez para encontrarse a sí mismo

“No voy hasta Santiago en verano porque en El Bierzo ya empieza la masificación”

Aleluya, diría al finalizar esta tercera etapa entre Astorga y Foncebadón, la más dura de las cuatro que hice en agosto. Como ya temía el desgaste arranco una hora antes, así que no me sorprende que a las 6:30 de la mañana circulen peregrinos por delante del hotel Gaudí, donde descansé con comodidad y aire acondicionado. La catedral de Astorga impone aún más de noche, que, iluminada por una radiante luna, sobrecoge cual castillo de Harry Potter. Me hago una autofoto con ella para sacarme de encima el susto y las legañas. La salida al campo discurre por una rectilínea carretera aderezada con falsos plátanos que finaliza en la ermita del Ecce Homo, cuyo nombre obedece a un milagro acaecido a una peregrina y su hijo, según la leyenda.

Son las siete y cinco y nace el día. Me reencuentro con Ángel, murciano de 58 años que hace su quinto Camino y le grabo unos minutos para la radio. “Son los peregrinos los que te marcan el Camino, no las señales. Vuelvo para encontrarme a mí mismo. Pero no voy hasta Santiago, porque en El Bierzo empieza la parte fea del Camino por la masificación, donde se mezclan lo espiritual, lo deportivo y lo turístico; y se altera el remanso de paz de Castilla y León”, sentencia. Dejo que vaya delante y respiro hondo el frescor de la mañana. Sin ruido de coches ni carreteras, al fin, inicio un suave ascenso, muy tendido, como diría Antonio Cajaraville, con el que caminé por la Ribeira Sacra en extraordinarias jornadas de conversación y nueva amistad. Atravesando la maragatería en soledad y con el dios solar levantando, cabeza y corazón se unen en un abrazo. El reloj urbano ha desaparecido, la vida es otra y hablas con tu alter ego, alejado de la guerra, la enfermedad y la inflación. Pero el estómago reclama el desayuno, así que me detengo en Santa Catalina. Me atiende Inés con amabilidad y pago casi dos euros menos que el día anterior en Hospital de Órbigo. La gente de estos pueblos comenta que no es normal el calor de estos días.

Bienvenido es un paisano que vende objetos con la vieira, todos a tres euros, en las afueras. El sol proyecta una silueta gigante, a media mañana se vuelve del tamaño natural y a mediodía se hace pequeñita; tanto, que parezco un enanito. Hasta Rabanal del Camino coincido, como el Guadiana, con una familia coreana. A tres km comparto la senda con Jose, un vecino de El Ganso de 59 años, que ha salido a caminar un par de horas. Resulta ser un colega de profesión. “Los pueblos se mueren porque antes los han matado. Si no fuese por el Camino de Santiago estarían muertos”, según cuenta. En el cruce acaba de asentarse Olga, natural de Rabanal Viejo, que vende muñecas peregrinas a seis euros hechas por ella. Aquí no me resisto, a pesar de que Irene me dirá: “¡Papá, que ya no soy una niña!”.

Rabanal no es un pueblo, es poesía y oración. En acusada pendiente vas recorriendo albergues, bares y casas de montaña. En El Tesín repongo electrolitos para afrontar los últimos kilómetros. Lo atiende Tor, un joven noruego de padres españoles que habla castellano como yo. Alba le pregunta si hubo “tema” anoche con una peregrina. Más arriba topo de nuevo con Sylvain, un francés de 24 años que camina desde Le Puy. La elevación a los cielos está al final del pueblo: una humilde talla policromada del Apóstol peregrino se venera a la luz de las velas en una acogedora ermita, que está frente al convento de San Salvador del Monte Irago, donde viven cuatro benedictinos. Cassian es un monje de Colonia que me sella la credencial.

Antes de la dureza final de la etapa, hablo con Clara, una quinceañera valenciana que camina con su melliza y su madre. Ya hicieron el Portugués en familia otro año. Clara, que quiere estudiar arquitectura o una ingeniería, es futbolista de un club femenino de La Malvarrosa. “Me gusta hacer el Camino para desconectar; aunque, bueno, yo soy muy joven y los adultos tienen más cosas en la cabeza”, según advierte con inocencia y simpatía. La pedregosa, estrecha y ascendente senda sí que se ha vuelto antipática. ¡No puedo más! A dos km de Foncebadón y más de 30º me siento a la breve sombra de un arbusto. ¡No sé si llegaré!

18 sep 2022 / 22:25
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