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Ocio, cultura y cohesión social

DEAMBULANDO por el casco histórico de Santiago, lugar de bullicio, encuentro y vida, donde pasado, presente y futuro convergen, viendo calles ahora a medio gas, con comercios, cafés y otros locales cerrados –o a punto de estarlo– se siente como si una ola se hubiera tragado parte de su naturaleza, e incluso la esencia musical de antaño. Queda el recuerdo –impregnado de añoranza– y el testimonio –impreso en sus piedras, documentos y prensa– que, junto con la imaginación, remiten a otras épocas más lisonjeras.

Y es que, esta ciudad también tiene un color especial, una singularidad, un no sé qué (como diría nuestro erudito polígrafo B. J. Feijoo) que invita al forastero a sentirse en casa, y a sus habitantes a estar a gusto, aun pisando siempre las mismas piedras o empapándose con su fina lluvia.

Sin desdeñar su grandioso pasado medieval y barroco, el Santiago decimonónico, que asoma por doquier, fue un verdadero hervidero, no tanto de turistas y peregrinos como de música y músicos.

La Catedral mantenía su hegemonía. Las rentas no iban nada bien, pero todo seguía emanando de sus muros. Con su treintena de músicos –suficientes para el culto– sufría el riesgo de perder la notoriedad alcanzada, debido a que muchos ya no estaban enteramente al servicio del templo. En contra de las normas, se desvivían por ganarse la vida allá donde se les requiriese o su espíritu emprendedor los llevase. Ante el desmadre, la Catedral renovó su Reglamento no transigiendo en lo básico y exigiendo que mantuvieran escrupulosamente los ensayos y un modo de vestir uniformado, acorde con su cargo. Y, aun así, se impuso un nuevo estilo de vida, dentro y fuera de su secular cobijo, al ritmo del salto sustancial acaecido en el ámbito socio-cultural.

La música y los músicos de la catedral –mayoritariamente ya nacidos en Compostela– fueron cambiando de escenarios, siendo muy relevantes en la vida civil: teatros, cafés-concierto, sociedades recreativas o de ocio, salones privados, paseos y lugares al aire libre... Un abanico de posibilidades para brillar o progresar humana, social y económicamente. Hoy diríamos, para realizarse o para colmar sus ambiciones, algo totalmente lógico y comprensible.

Mirando hoy las calles de Santiago, obviando los reclamos comerciales, se pueden vislumbrar aquellas músicas en esos espacios, desaparecidos –la mayoría– pero fáciles de evocar leyendo relatos o la prolija prensa local de la época.

En el Teatro Principal y otros de menor enjundia, óperas y zarzuelas se acompasaban con bailes de sociedad y actuaciones de la Tuna, recién creada. En los cafés filarmónicos se lucían intérpretes/profesores locales, sin intimidación alguna, junto a otros contratados ex profeso o que estaban de paso, al tiempo que diletantes y jugadores de dominó se enzarzaban en discusiones en defensa de sus conveniencias.

En las sociedades recreativo-instructivas, literatura y música se aliaban para entretener a esa sociedad plagada, como hoy, de universitarios, pero también de una burguesía media, artesanos y obreros que buscaban sociabilizar con sus congéneres. Y lo hacían en el Ateneo León XIII, el Círculo Mercantil o en el Círculo Católico de Obreros, lugares de esparcimiento y de formación, con conferencias, conciertos y funciones variopintas. Asimismo, bandas, orquestas y charangas, orfeones y corales actuaban al aire libre, en el Kiosco de la Alameda o en la Rúa del Villar.

Paralelamente, la música tuvo por fin su espacio en el Seminario Mayor y en la Sociedad Económica de Amigos del País, en donde se implantaron los estudios oficiales de música, hasta entonces patrimonio del centro catedralicio. Abundaron las academias privadas y las clases a domicilio, lo mismo que el comercio de partituras e instrumentos y el afán por componer y estrenar nuevo repertorio, en el que valses, polcas y similares se integraban con alboradas, gallegadas y otras piezas más propias de nuestra tierra.

Todo ello gracias a unos hombres –y alguna mujer– que se cuentan por decenas: los Courtier, los Tafall, los Penela, los Gómez Veiga, Lens, Dorado, Villaverde... No pasarán como grandes de la música (incluso, siéndolo) pero su verdadero y oculto valor está en esa frenética y productiva actividad filarmónica. Trabajaron, pluriempleados, en beneficio propio, aunque –con perspectiva– hay que reconocerles su papel en la construcción de una ciudad donde la jerarquización de las clases sociales se fue eclipsando, al menos al compás de las armonías sonoras.

Y, lo más importante, esos músicos que tristemente hoy ni nos suenan, como apunta una perspicaz historiadora, actuaron –sin pretenderlo– como elemento de cohesión social. Un espejo en el que, a poco que se piense, vemos felizmente reflejado en nuestros coetáneos músicos locales.

Ojalá sepamos reconocérselo no solo en la festividad de Santa Cecilia, su enigmática y accidental patrona a la que honraban todos juntos en la iglesia de la Compañía, sino siempre, pues, como dejó estampado un desconocido cronista en su relato Los profesores de la música de Santiago: Ya ven nuestros lectores, que la afición a la música se ha desarrollado notablemente, debido en gran parte a los excelentes profesores con que hoy contamos (Gaceta de Galicia, 1879)... Escrito está y escrito queda.

15 nov 2020 / 00:00
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