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Ramiro Rey, el último camarero del bar Royal

    fue el último camarero antes de que cerrase la cafetería Royal. De esos camareros de toda la vida que ya no quedan, empiezan allí y allí se jubilan, son marca de la casa. Y tú te haces mayor con ellos, pero nunca te independizas del café-salón ni de la persona que te lo sirve. Le cuentas tu vida y él acaba siendo confidente. Aunque la conversación de rutina es el fútbol; no podía ser de otra forma entre un culé y un madridista. Inviernos al calor de la charla y de la humareda del local. Tiempos sin móviles y sin vuelos de bajo coste. A casa se llamaba desde una cabina en la calle o desde el teléfono de disco de los bares. Esos camareros que cumplían igualmente la función de correos: ¡Oye, que esta tarde han preguntado por ti! Y rara vez sabía quién, pero enseguida te hacía una descripción cual artista habituado a improvisar esos retratos.

    Ramiro era de esos tipos. Alto, con su chaqueta blanca y pajarita negra. De complexión fuerte y rostro bien dibujado. Hombre de carácter y de buen corazón. Antes de establecerse en el Royal, donde hizo la mayor parte de los kilómetros de su vida, emigró a Barcelona y otros lugares quizá. Era el chico más guapo del pueblo, me confesó su vecina Carmela cuando la llamé para consolarnos, al tiempo que recordaba cómo miraba por ella en las fiestas, aquellas verbenas de aldea. Tiempos sin wasaps ni lindezas digitales, pero con más poesía. En el Royal hace cuarenta años me regaló Loli Hojas de hierba de Walt Whitman, de cuyas páginas rescato “hojas de la tumba, hojas del cuerpo que crecen por encima de mí, por encima de la muerte (...) hojas esbeltas, flores de mi sangre, os permito hablar a vuestro modo del corazón que está debajo de vosotras”.

    Ramiro Rey Seoane, natural de Recesende, no llegó a cumplir los 73 años. Tenía tres hijas y dos nietos de la mayor, Lucía. La pequeña, Isabel, que es periodista, me hablaba emocionada de cómo disfrutaba con la nueva parroquia infantil, sintiendo a la vez que todos se habían quedado sin la “referencia” de casa. Tras una vida entregados al trabajo y la crianza de la prole, así como al cuidado de sus mayores, Maruja y Ramiro ahora podían salir y celebrar juntos otras lunas. Su segunda hija se llama Irene, como la mía, cuyo significado en griego es paz. Esa paz que él ya encontró tras una andadura rica y gozosa, fuente de la que debemos beber su familia y amigos. Escuchando a las hojas y flores de su memoria.

    07 feb 2021 / 00:00
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